Caminé hacia el este después de hacer un cálculo rápido sobre cuándo comenzaría a llover, sin tener ningún dato que me diera certeza; pura adivinación o quizás la tonta negación de la evidencia. Mi conclusión fue que no llovería durante mi caminata.
No era la única en subestimar la amenaza de las nubes oscuras allá arriba. A los corredores con cara de esfuerzo y a los que saltaban como langostas sobre el granito rojo de la rambla no los asustó la perspectiva de la lluvia. Vi paseantes absortos en el horizonte o en sus celulares, ciclistas seguros de que con su vehículo podrían escapar, oficinistas elegantes en la parada del ómnibus. Una pareja bebía su mate mirando el mar, quizás en el intento de sobrellevar una discusión nocturna que los mantuvo en vela hasta el amanecer. Recuerdo unos versos de Wislawa Szimborska:
Con la descripción de las nubes debería darme mucha prisa, en una milésima de segundo dejan de ser ésas y empiezan a ser otras.
En un recodo de la rambla, me pregunto a quién espera un taxi con el motor encendido, ¿será a una corredora exhausta o a alguien que decidió atender los mensajes del cielo gris? Veo al conductor besarse apasionadamente con una mujer rubia y me quedo sin saber si era un amor fulminante que traspasó la mampara o quizás viejos conocidos. Seguros de su indiferencia, los automóviles parecen un muro de animales coloridos que ocupan todos los espacios. Los prefiero quietos, pienso mientras siento el rugido de los que utilizan la rambla para levantar velocidad entre semáforo y semáforo. En el montículo que desciende desde el cementerio Central, tres hombres cortan el césped con máquinas que parecen libélulas gigantes. Un polvo fino y verde los rodea; algo de esa naturaleza terminará en nuestros pulmones.
Hay escepticismo en relación al mensaje del cielo sobre nuestras cabezas. Ya no creemos que un gran nubarrón gris oscuro traerá el agua tan deseada. Ese pequeño rectángulo claro, casi invisible, crecerá velozmente hasta borrar todo rastro del gris. Nos hemos acostumbrado a eso en estos años de sequía. Ese pedazo cada vez más chico de luz entre la niebla, ¿será una especie de metáfora estilo David y Goliat? Una pequeña posibilidad que se transforma en real, desafiando las leyes de lo más probable, haciéndonos creer que nada es imposible. Pero en estos días lo que todos queremos es que llueva, que las nubes grandes le ganen a la luz, que las señales sean evidentes y las cosas sucedan según el fenómeno simple de la causa y el efecto. Como dice la señora que recita un poema en el disco Le nuvole, de Fabrizio de André. “Miles son falsas y se meten entre nosotros y el cielo para dejarnos solo un antojo de lluvia”. Y un día caerán en pedazos, como dice Patsy Cline, pero seguro que hoy no será.
Un par de chiquilines delgados con gorra de visera me cuentan las vueltas que dará el ómnibus hasta su destino en la terminal Paso de la Arena; usan referencias locales que no entiendo , pero me queda claro que falta una vuelta en redondo por el barrio antes de llegar. Las indicaciones de la app de transporte son que debo caminar un par de cuadras desde allí para llegar a la clínica. No logro discernir hacia dónde ir, y a los cien metros de caminata, pregunto.
—No tengo idea, me dice una muchacha que juega con su hijo en la vereda.
El hombre del puesto de venta de acolchados me mira como esperando mi pregunta. Se dispone a contestar algo que sabe bien y parece disfrutar de hacerlo. Indica con el brazo en la dirección contraria a la que vengo, y antes de que hable, una señora que oyó mi pregunta se detiene y dice:
—Yo voy para allá, venga conmigo.
El hombre se ríe y nos acompaña unos pasos.
—Ve, hasta le consigo una guía!
Les agradezco a ambos.
Este es un país de gente amable—dice la señora cuando me deja en la puerta— aunque no lo parezca.
La periferia de la ciudad, para muchos, es un amontonamiento gris de casas y seres tristes y pasivos. Es que la pobreza, en general, no es colorida, en el sentido psicológico, pero sí en el real. Mochilas y camperas flúo, carteles escritos a mano en rojo y negro, y una camioneta destartalada de color verde, interrumpen la planicie gris de la avenida. La tierra aflora y nos recuerda que hasta hace poco allí era campo; seis caballos se pasean por un baldío donde el fuego se eleva y hace humo sin que nadie demuestre inquietud. Hay jóvenes que salen charlando de un liceo, carros tirados por motos endebles que cargan chapas, garrafas o sillas viejas. Un jardinero fornido intenta sacar las infinitas hojas amarillas que contaminan el césped de una empresa de seguros. Hay otros jardines, ahora salvajes, entre la calzada y la línea de casas de bloque con cortinas de tela flotando en sus umbrales. Hay cañadas y cunetas cada pocas cuadras; con naturalidad, lo abigarrado se alterna con el descampado. La gente transita con vitalidad en medio de vendedores ambulantes y negocios establecidos que intentan convencerlos de comprar “milas” de carne, pollo o jamón y queso, huevos o rabioles en grandes cantidades, camisones íntimos que se exhiben sin pudor en la vereda o contratar los servicios de los talleres de autos, motos y bicicletas. Hay prolijas colas frente a la policlínica y el banco, y puestos de flores.
Al regreso decido tomar el ómnibus de trayecto más extenso; más de una hora de paseo por barrios del oeste en busca de carteles interesantes. Solo encuentro «LAVADERO» entre paréntesis, escrito a mano en una pared, aunque parece tratarse de un lugar que lava ropa. Los pasajeros intercambian indicaciones sobre dónde conviene bajarse para ir a tal o cual lugar; el guarda aclara por dónde irá el ómnibus a causa de los desvíos por reformas en distintas calles.
No sé si la señora que me guió hace un rato dijo país por decir Uruguay, Montevideo o Paso de la Arena. Tampoco entiendo por qué ese lugar impreciso no parece amable a sus ojos. Lo que vi y oí sonó amistoso aunque no se dirigiera a mí; es como si todos siguieran el consejo de Carmen Mc Rae con el ritmo maravilloso de Dave Brubeck. Tomate cinco minutos para una pequeña charla, no corras, no seas tan educado, hablando nos sentiremos vivos.
Como una procesión despareja que se ajusta a las limitaciones del camino, los vehículos ruedan sin escollos por las calles vacías de enero. La ansiedad exasperada de diciembre parece lejana; falta un año para revivirla. La sabiduría que indica moverse poco cuando el calor aprieta motiva el andar apático de los ómnibus. Estos disfrutan la ausencia de automóviles que disputen su lugar en la senda SOLO BUS. Por la ciclovía que “roba” un metro a la avenida circulan bicicletas con jóvenes, porque se precisa energía para desafiar la temperatura elevada. Una señora, antes de bajar, le dice al chofer que la creación de esa franja junto a la vereda “perjudica” el tránsito (porque, para ella, transitan solo quienes consumen combustibles fósiles). “Quita espacio y se usa poco”, dice. El guarda, para su sorpresa y la de todos, no está de acuerdo. Dice que sería mejor una ciudad con menos automóviles y más bicicletas. A la sobria discusión se suman otros y la señora se baja casi convencida de haberse equivocado. Me pregunto si la serenidad de la charla se debe a un nuevo paradigma de interacción, a la pereza que trae el calor o al ritmo de la ciudad semivacía.
Alrededor de la estatua de la libertad, las luces de colores anuncian momentos de algarabía en un futuro que parece lejano. Puestas con anticipación, lucen extemporáneas en la avenida silenciosa, donde algunos turistas miran los edificios antiguos como rarezas cercanas a la desaparición.
En el verano no es terrible dormir en la calle, pero es imposible evitar la tristeza ante los bultos acurrucados contra las paredes. Los pájaros aprovechan la disminución del ruido urbano y revolotean en una danza alegre y ruidosa. Aparecen carteles de SALE en las tiendas de ropa y zapatos, frente a los árboles donde la religión también hace sus ofertas. “No se mueve nada” dice el kiosquero, para quien el movimiento se mide en plata, como corresponde a todo negocio. También él se pregunta, como The Three Degrees, si esto será el fin; porque también los clientes están lejos de Montevideo.
Quizás sea el avance irrestricto de los pesticidas y la agricultura industrial lo que trae a la ciudad muchos pájaros. Las palomas llegan por la basura, los halcones por las palomas. Hay gente que trae pájaros exóticos y los convierte en mascotas o en hermosas fotografías. ¿Quién no quisiera volar, cantar y mostrar lindos colores?
1.-
La que apareció una mañana en el jardín del edificio era una gallina de Guinea. ¿Cómo entró? De quién será? Las preguntas inquietaron a todos. Mirta y Leonel se enamoraron de ella al instante. Que esa forma de dibujo infantil, que ese moteado tan parejo y elegante, que esa cabeza minúscula y colorida. Fernández no ocultó su disgusto. “Su peso destruirá los rosales” dijo. García y Francisca lo apoyaron. “Ensucia los corredores y trasmite pestes”. “Grita mucho”.“Hay que librarse de ella”, dijo la más radical.
El grupo de Whatsapp intercambió fotografías e ideas. “Habría que pegar carteles en el barrio”. “Miren qué linda está junto a los crisantemos”. “Sus huevos atraen ratas”. “Si le pasa algo a la gallina se tendrán que hacer responsables”. “Parece mentira tanto odio por un animalito inocente”.
Los defensores de la gallina se organizaron para darle de comer; los adversarios redactaron una extensa carta. Al poco tiempo una comparsa de tambores comenzó a pasar por las calles que rodean al complejo y eso convocó otras discusiones. Alguien hizo, en el espacio común, un pequeño corral para la gallina, que ya no es novedad.
2.-
Lo vimos caminar hacia nuestro banco, con lentitud y decisión. Era sensual su forma de andar, o quizás era su juventud, que admiramos como a un vestido que no volveremos a usar.
—¿Ven aquella paloma, la negra? —Él mismo estaba vestido de negro. — Yo agarro esa paloma, la aprieto contra mi pecho para que no se mueva y le paso el cuchillo por el cuello. Le brota la sangre, la aparto para que no me ensucie, ella se sacude un poco, la cabeza cae al piso y yo la pateo porque no me interesa. Cuando deja de temblar y sigue tibia, le saco una a una las plumas. Cuando está completamente pelada prendo fuego, la cocino y me la como.
Sus manos se movían con precisión alrededor de la paloma imaginaria y retenían su cuerpo tembloroso, trasmitían su fuerza al cuchillo invisible que, de un solo tajo, hacía caer la cabeza. Sus pies se apartaron para evitar el chorro de sangre fresca, sus dedos extrajeron con gracia las plumas.
—Pues si no me creen, aquí tengo el cuchillo— dijo, con una extraña combinación de miseria y alegría, como la canción de Dina Washington.
El aumento de temperatura saca de sus casas a muchos y alivia las penurias de quienes no tienen de donde salir. El reciente vaivén frío intenso- calor rotundo provoca resfríos en unos y lleva a otros a preguntarse si es el cambio climático o qué, si será cierto lo de las emisiones de carbono, y si vivir el ahora implica necesariamente aspirar el humo gris de los vehículos que van por la vía privilegiada, la calle. En un semáforo, un muchacho que reparte comida golpea el guardabarros de un auto nuevo con su frágil moto. Se tambalea, la rueda delantera se eleva en el aire como la equilibrista de un circo mediocre y cae con un golpe sobre el hormigón. Una mujer joven sale de auto, se acerca al motociclista y le toca el brazo en señal de protección. “¿Te lastimaste?» parece preguntarle. “No, todo bien” dirá él. Los ómnibus los esquivan mientras ellos terminan su diálogo humano.
En la vereda, algunos viven y los demás observan; ambas actividades son mejores en primavera.
En pocos días los árboles se llenaron de hojas, los que vendían bufandas ofrecen relojes, lentes de sol, medias finas. En las caras antes contraídas por el viento ahora está la esperanza de la alegría veraniega y el futuro luce promisorio. Las vidrieras exhiben maniquíes con ropa liviana, aunque nadie abandone aún la vereda del sol. En un país donde las mujeres no nos pintamos tanto la cara, me pregunto si prosperarán los nuevos locales de venta de cosméticos, que ofrecen alargar las pestañas hasta el cielo. En un afiche pegado a un árbol, una sonrisa incrédula pregunta si quiero una vida mejor.
Al mediodía, un puesto de tortas fritas atiende a una fila de compradores tan larga como la de quienes cambian figuritas del mundial. Las tortas recién fritas no son solo la merienda sino el almuerzo de muchos y por diez pesos más, el cocinero agrega una feta de fiambre a su producto.
Al caer la noche el paisaje cambia. Ya no es tan sencillo esquivar las súplicas por una moneda o un cigarro. A la salida de un concierto, un muchacho vestido de negro, con una carpeta en la mano, nos aborda a Sabela y a mí.
Soy poeta, no voy a inventarles una historia sino a leerles un poema- nos dice.
Estamos dispuestas a escucharlo, le decimos, y aclaramos que ya dimos todas nuestras monedas. El se enoja.
Es increíble que haya que mentir para que te den algo! , nos reprocha.
Me hubiese gustado que creyese que no teníamos monedas. No le dije que si lo hubiésemos cruzado un par de cuadras antes, habría conseguido alguna. Tampoco dije que la poesía no es un buen producto, porque no estoy segura. Para la mayoría de quienes circulan por el centro, los versos son algo inusual y extravagante, y puede que despierten emociones dormidas. Ojalá para el poeta la primavera sea favorable y le inspire buenos versos y que alguien le pida un abrazo, como hace Helen O¨Connell.
Muchas gracias a Adriana Vayra y a Selene por las fotos
Este es el tercer texto incluido en la exposición El archivo liberado, del Cdf, que cierra el próximo 27 de agosto. Corresponde al reparto de juguetes a niños pobres el día 6 de enero de 1918.
Tienen que hacer fila. Hay para todos. No se amontonen. ¡Cuidado que se cuela uno por allá! Señora, baje ese paraguas. No empujen, es por orden de llegada. Si se portan mal, no les toca nada. Dejá pasar de a uno. Cuidado con los más chicos. Mejor si tienen túnica. Hay algunos que no parecen pobres. No sé por qué reparten solo acá. Hay gente que viene de lejos caminando. El hijo no tiene zapatos, dejalo pasar antes. La nena se siente mareada. No pueden pasar.. .Es un solo juguete por niño, sí. Mi hermano vino de botas porque es lo único que tiene, dijo aquel muchacho. Señora, deje pasar a los niños. Hace mucho calor. Fijate cómo llevan atadas las trenzas las chiquilinas; las que están despeinadas pasan primero. No, no se puede elegir, es lo que te toca. Tenemos orden de no golpear a los chiquilines. Se abalanzan, hay que tener cuidado, te pueden pasar por arriba. Algunos tienen sombreros muy lindos. Aquel flaco alto ya pasó hoy, decile que no puede entrar dos veces. Hay nenas que son muy grandes para recibir juguetes. No, se reparte hoy nomás. Somos seis acá, tendríamos que ser más, son demasiados gurises. El director no está, si quiere puede venir mañana a hablar con él. Doña, tiene que traer un papel del médico o del hospital para justificar por qué no vino su nieto. Al menos no llueve. Lo siento, pero es una exigencia que tenemos, hay muchos avivados. Estamos desde las seis de la mañana. Juguetes nuevos no hay; son todos donados, pero están en buen estado. Mirá aquel rubiecito de allá, se le ven los piojos. Esa chiquita parece que está sola. Aquella mujer trajo a nueve, ya pasaron seis. Sí, ya terminó la entrega, no quedan juguetes. Qué pena que se le hizo tarde.
Fotos del catálogo del Centro de fotografía de Montevideo y de Ricardo Antúnez
El estado del tiempo me parece un tema de conversación interesante, y a pesar de la monotonía que le achacan, sirve para romper el hielo cuando nos cruzamos con los apenas conocidos; también expone la variedad humana. El calor que atosiga a la señora de enfrente alegra, en cambio, a la estudiante liceal, el viento fastidia al señor que barre la hojarasca y divierte a los niños que juegan en la vereda. La humedad convoca mayores acuerdos, la lluvia divide.
En una mañana de aire quieto y temperatura benigna viene hacia mí la perra gris y simpática de mi vecina; detrás está su dueña, más colorida y antipática.
Disfrutando del hermoso día?, pregunto.
Antes de lo que se viene, te enteraste?
No, ni quiero saber!
Me alejo tapándome los oídos y ella me mira con sorpresa y piedad: piensa que mi opción es vivir en la ignorancia del ciclón extratropical que se agazapa esperando la noche.
Una chica pasa en su bicicleta con una mochila al hombro, de la cual emerge la cabeza de un perrito lanudo.
Qué peligro! – comenta alguien.
Podría saltar, desestabilizar la bicicleta y provocar un accidente- analiza otra.
Ellos avanzan felices en la calle semivacía del domingo.
“HUEVOS ROPA USADA LAVADERO PAPELERIA” anuncia un pizarrón en la puerta abierta de una casa, donde un enorme perro duerme y obstruye la entrada. Tres personas lo leen al sesgo desde la esquina.
Tendría que ser “Ropa usada y lavadero”, o “papelería y kiosco”, “o kiosco y huevos”.
¿Quién va a comprar un cuaderno manchado de jabón?
Nadie se atreve a entrar con ese perro ahí.
En el mundo subtropical el verano no dura un año y el frío matinal se torna calor en la tarde o lluvia helada. Las leyes del tránsito favorecen a los vehículos motorizados sobre los de tracción a sangre y el éxito en los negocios es improbable en los emprendimientos sin capital físico o intelectual.
Nadie escapa a ese saber asimilado desde la infancia; ¿por qué insistir en la obviedad de recordarlo cuando, por un instante, es posible olvidar y tener esperanza? Quizás les falte eso que canta Nancy Wilson “pienso en vos y me olvido de hacer las cosas vulgares que todos debemos hacer”.
Gracias a Tamara, María Laura y Agustín por las fotos.
Una mano roja sostiene la nada, una cabeza rubia ostenta una boina con cuernitos de diabla, una bella cara sobre un torso sin brazos aspira el aroma de flores de papel: la feria exhibe su profusión de objetos que se combinan alegre e involuntariamente. También los libros ofrecen contrastes insólitos y es posible armar un recorrido privado a través de sus carátulas. Con avidez recorro las mesas donde se exponen como cuerpos impúdicos; evito las montañas a hurgar, las cajas desordenadas y las filas donde la vista se confunde. Hoy me convoca la necesidad de la risa, que busco en los títulos sin considerar el tema ni la autoría.
NUMEROLOGIA. Guía para descubrir la relación directa entre los números, los seres vivos y las fuerzas espirituales. Lo hojeo y deduzco que la fecha de nacimiento, la altura, el peso, el número de documento y de puerta son fuerzas contra las que poco se puede hacer. A punto de perder las esperanzas, advierto que adelgazar o mudarse son alternativas que el libro no explora. La nueva numeración de los pasaportes es un rayo de luz en la oscuridad del destino asignado en nuestra primera cédula de identidad. El decrecimiento que trae la edad sería, también, un gesto de los huesos para desafiar el férreo destino numerado.
PRESTIDIGITACIÓN e ILUSIONISMO. Escamoteo, cartomancia. A poco que usted se compenetre del contenido de este libro podrá practicar esta ciencia con el máximo de eficacia y podrá lucirse con su arte en fiestas, reuniones, etc.; aparte de que podrá hacer de ella una lucrativa profesión universal.
La idea me seduce; quizás sea la oportunidad de dejar atrás mi torpeza manual. En las reuniones sociales, más que los trucos, sorprendería que no derramase una sola gota al servir las bebidas y que ningún plato cayese a mis pies. Eso podría lograrse con un poco más de cuidado, pienso, sin necesidad de profundizar en el contenido de este libro cuyo alto precio me hace desistir de la compra.
Una mesa en forma de herradura exhibe libros religiosos mientras un predicador con peluquín engrasado y traje con moñita intenta convencer a un paseante. Un libro de tapa verde, cuya portada muestra una diagonal desde cuyos extremos un hombre y una mujer se miran, se llama: PUEDES ENDULZAR TU AMARGO MATRIMONIO.
No me detengo a abrirlo por no atizar al predicador y media cuadra después me arrepiento. ¿Dónde estará el azúcar sugerido? ¿La traerá la plegaria compartida? ¿Sobre qué amargores se derramará? ¿Consistirá en compartir la compra de biblias a repartir entre los descreídos? Me quedaré con la duda, a menos que vuelva antes de que un lector más curioso se lo lleve para siempre.
LA RAPACIDAD DEL PODER está junto a AVES RAPACES DIURNAS lo cual establece una equiparación injusta entre animales y humanos.
En el bar, un parroquiano joven con aire serio le pregunta al mozo de lentes:
– ¿Usted alguna vez siente angustia?
El hombre lo mira como preguntándole qué va a servirse.
– ¿Sabe lo que es? Insiste el muchacho
– Sí, es una cosa acá- dice el mozo y se refriega la servilleta contra el corazón, como si fuera una mesa recién usada- ¿Qué le traigo?
El dibujo en la puerta de un carro invita a comer chorizos con la orden “ENJOY”. A cierta hora los paseantes olvidan libros y tacitas japonesas y buscan el aroma de los puestos de comida.
No solo para el hambre es siempre más tarde de lo que parece, también para la vida, dice Doris Day.
Este es el segundo texto incluido en la exposición del Centro de Fotografía que celebra la liberación de su archivo fotográfico histórico para que sea usado en distintas actividades. Se puede visitar hasta el 11 de junio. Elegí tres fotos y escribí textos alusivos.
Saludó con una inclinación de cabeza antes de sentarse a mi lado. Nuestros ojos se encontraron: un relámpago fugaz me sacudió el corazón y temí no resistir el deseo de seguir atada a esos ojos. Veo que lleva en sus manos un paquete; ojalá sea el regalo que me prometió en su última carta. Parece un libro. ¿Será de poesía? Oigo el rumor de sus pantalones al cruzar las piernas, el crujir del ala de su sombrero y fragmentos de palabras con esa voz que estremece mi estómago. Pronto se distraerá con el griterío del público, la danza de los equilibristas o los sonidos de la orquesta. Mis ojos no llegan a vislumbrar su cuerpo ni su cara. Apenas veo la mancha oscura de su traje y sus zapatos sobre las tablas polvorientas del piso. Mis amigas me cuentan, en susurros. Miró, preguntó algo, volvió a mirar y suspiró. ¿Corresponde preguntarle si se encuentra bien? Mejor espero que mis latidos se apacigüen y se evapore el sudor de mi cara, que él cambie de posición, ofreciéndome al menos la visión de sus manos, de su perfil. Mis dedos, que los guantes no cubren, se estiran sin pudor hacia su cuerpo, anhelan sentir la aspereza de su ropa, acercarse a su piel. Son diez, quizás veinte, los grados que debo girar para sentarme en la posición correcta; otros treinta, para estar en condiciones de dirigirle una sonrisa y mirarlo a los ojos otra vez. ¿Cuándo se atreverá a entregarme su regalo? ¿No advierte acaso mi ansiedad? ¿Qué dirá la dedicatoria? ¿Habrá una flor seca que señale un poema dedicado a mí?
Este texto es parte de la exposición organizada por el Centro de Fotografía para celebrar la liberación de su archivo fotográfico histórico para que sea usado en distintas actividades. Se puede visitar hasta el 11 de junio. Elegí tres fotos y escribí textos alusivos. El siguiente es el primero.
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“ Sea firme y contundente en sus expresiones, Fernández, no se limite a notificarle la multa”
Esta frase de mi jefe no me deja dormir desde hace una semana. Porque sé lo que me van a decir el latifundista y sus abogados, que están reunidos ahí enfrente desde temprano. Mientras hago tiempo hasta la reunión repaso mis papeles, las leyes y los antecedentes.
“Usted no deje que se adelanten: sea el primero en hablar” dijo el jefe. Yo no sé si podré hablar fuerte y claro en esa mansión, cuando el portero me mire con desprecio porque no vine en automóvil, cuando los ojos se me distraigan con los espejos, los cuadros, las alfombras y las lámparas doradas. “Queremos decirle que nuestro cliente de ninguna manera se opone a pagar los impuestos, aunque no sepa muy bien adónde va a parar esa plata” dirá el más viejo de los abogados mientras todos mueven la cabeza en señal de apoyo.
“No le vaya a hablar de justicia social, ni de la situación de los peones, ni de cómo vive la gente en el mundo desarrollado: limítese a mencionar los artículos de la ley y exíjale la firma del informe, que le entregamos hace ya dos meses”, dijo el jefe.
“Así que tenemos en casa al representante del latrocinio fiscal” : Con esto me puede recibir el propio dueño de casa, aunque tal vez no le convenga ir tan de lleno al choque.
¿En qué página está el artículo de los porcentajes? ¿Y este papel por qué está acá? Ah, sí… es para recordarles que si invierten en agricultura, aunque sea en forraje para sus animales, pagarán menos impuestos. Ellos no quieren hacer nada; solo criar vacas. Aunque ese no es problema mío. El jefe dice que es un caso fácil, que no hay manera de escaparle a la multa a menos que enfrenten un juicio, lo que complicaría la relación con sus clientes yankis. Yo tengo mis dudas. Esta gente paga buenos abogados, de esos que están en todo.
“¿Se podrá esperar a las próximas elecciones?” dirán cuando vean que tienen que pagar. “Si le dicen eso, Fernández, es que están entregados. Siga adelante.”
El ómnibus va semivacío; el cielo parece que fue y será gris siempre. Un aire desanimado desborda las alcantarillas junto al agua marrón y los transeúntes intercambian miradas de desconcierto, diciéndose que falta mucho para el otoño, que estamos en verano, que volverá el calor. (¿Volverá? ¿Estamos en verano? ¿Falta mucho para el otoño?)
Las voces de dos mujeres jóvenes se mezclan con el ruido del tránsito que entra por la ventanilla abierta y el ritmo electrónico de Lila tirando a violeta. Hablan de otra muchacha a la que ambas conocen, como conocen su situación previa, de la cual no hablan. Un hombre con el que convivía y el intento de ella de separarse de él, las amenazas; al final el tipo le cerró la puerta con sus cosas adentro.
Perdió toda su ropa- dice una. – Se está quedando en casa de una prima, hoy iba a ver un apartamento para alquilar.
La ropa, después de todo, no es tan difícil de conseguir, salvo aquellas prendas que realmente nos gustan, que no son tantas. ¿Habrá perdido también libros, el cepillo de dientes, una guitarra, algún cuadro, su mate, plantitas, adornos? Pienso en las cosas que me dolería perder, en objetos que me han acompañado y con los que me siento cómoda. En los cruces importantes se desvanece el hilo de su charla, que a pesar del tema y los detalles, no es lúgubre: la chica se ha escapado hacia una vida mejor, aunque haya pagado el alto costo de perder sus cosas. Y tiene amigas que hablan compasivamente de ella en el ómnibus.
Una señora no demuestra interés en la conversación porque lee Metrópolis, de Ferenc Karinthy; me dan ganas de contarle cuánto me impresionó ese libro cuando lo leí. Me detienen su concentración y su aspecto reservado; si va inmersa en la pesadilla del relato es mejor no despertarla.
Un hombre joven sale en chancletas de un edificio; lo acompaña un perrito blanco y negro. Ambos se suben a un taxi detenido en la puerta, no como pasajeros sino como conductor y acompañante. Me imagino al perrito echado en el piso del automóvil, sin ladrar, mientras su dueño conduce a los pasajeros a su destino. ¿Habrá notado alguien esto alguna vez? Quizás protestó o quizás estuvo de acuerdo; la mampara impide agresiones o demostraciones indeseadas de cariño.
Las paredes muestran manchas a tono con el cielo, la bruma impide ver los pisos altos de los edificios, algunas flores tímidas se asoman entre las ramas que lucen menos verdes que ayer.
“Por cada beso que me des, te daré tres” canta Ronnie Spektor para siempre.
LLego a Valizas a inicios de diciembre, antes de la avalancha de visitantes veraniegos. El sol, la arena y el mar están disponibles, los supermercados están abiertos y los bares abren viernes y sábado.
Hay poca gente en la playa y son menos los que se atreven a un baño. Una ola deja un cangrejo blanco y vivo sobre la arena; un padre y su hijo de cuatro años se acercan e intentan darlo vuelta con un palo. Aguavivas brillantes y esféricas amenazan desde la orilla. Tres lobitos muertos convocan moscas unos metros más allá y un sillón rosado descansa en la parte superior de una duna. Quizás sea lo que queda de un rancho destruido por la marea, o alguien lo robó y debió abandonarlo, sus dueños se aburrieron de verlo o decidieron que era adecuado para contemplar la puesta de sol desde allí. Los escasos veraneantes se sacan fotos junto a ese objeto incongruente con el paisaje que lo rodea. Quizás alguien sume fuerzas para desenterrar sus patas y trasladarlo a un lugar más adecuado antes que las gaviotas y otros pájaros lo destruyan, pero luce fuerte como para resistir allí hasta marzo. Esto asegura que su imagen aparezca en varios miles de fotos turísticas, incluyendo la mía.
El arroyo luce ancho, aunque da paso a pie. Me siento en la orilla para ver a quienes cruzan, entre ellos, bandadas de golondrinas. El bote lleva a los mayores o menos temerarios; los demás se largan a cruzar con distinto grado de habilidad y paciencia. No hay que lamentar desgracias, todos llegan al otro lado. Un muchacho intenta cruzar con su perro, que se da vuelta a cincuenta metros de la orilla. Su dueño lo llama con insistencia, le grita, le suplica, y el perro permanece en la orilla. Retrocede hasta allí, lo acaricia, lo empuja, y otra vez lo mismo: el perro vuelve a tierra. Ni aún viendo a su dueño hacerle señas desde el otro lado accede a meterse en esas aguas desconocidas.
Camino por callecitas de arena y recuerdo las casas donde pasé muchos veranos, con gente distinta, en épocas distintas. Veo los cambios, las mejoras, las pérdidas. Los carteles de la temporada pasada son legibles todavía: carnada, camarones, pan casero, masajes tailandeses, se alquila cabaña. La ausencia de habitantes marca la desolación de un lugar donde las casas permanecen vacías la mayor parte del año. Un bote semidestruido descansa en medio del pasto, recuerdo de pasados viajes, de utilidad en la pesca o diversión bajo el sol. Lo veo como un sueño abandonado, en el que se puso tiempo y ganas y no llegó a ser.
Me interno en calles desconocidas y en un momento me pierdo; no veo nada familiar alrededor, ni un sonido o una marca, nadie a quien preguntar y me inquieto, está por caer la noche y voy sin linterna ni celular. Siento miedo y sorpresa por la incertidumbre, me pregunto cómo pudo pasarme esto, dónde estaré, para qué lado debo ir. El ruido del mar me guía y camino hacia él como hacia un amigo que me muestra el camino de regreso. Llego al rancho cuando ya es de noche y el mundo parece estar a kilómetros de distancia.
Hay dos obras de albañilería en curso en todo el balneario: una en cada costado del rancho que habito. Los golpes de maza se oyen desde el amanecer al crepúsculo. Me intriga tanta destrucción y verifico que se trata de reparar a golpes lo que se hizo mal con los ladrillos. Ambas casas parecen recién hechas, por lo que estimo que fue un error de cálculo de los constructores. Intento ignorarlos. La buena lectura es un manto de silencio en mi cabeza y cuando me fastidio salgo a caminar.
Es raro ver vacías y silenciosas las calles y esquinas que se recuerdan llenas de gente, risas y alegría. «De algún rencor hiciste la miel de tus amores» cantan Mercedes Sosa y la Sole desde la radio de una camioneta estacionada junto a la laguna. En pocos días habrá historias de amor y desengaño flotando en estas calles hoy vacías.
Nos detenemos a la vez, cada uno al costado de su vehículo, ante el círculo rojo del semáforo.
Son apenas unos segundos: mientras acomodo el pedal de mi bicicleta él ya cruzó la avenida, inclinado detrás de su carro de supermercado lleno de bolsos, trapos y objetos difíciles de identificar. Es un hombre joven y pequeño, de zapatos destrozados, despeinado. Su mundo personal cabe en medio metro cúbico: mantas, una cuchara, un jarro; quizás un peine y algún hallazgo vendible, dádiva del último contenedor visitado. El hombre suspira, seguramente por cansancio, pero ¿quién sabe? Yo también lo hago y no sé si es por la fatiga del pedaleo.
El recorrido del sol, ya entrada la primavera, exige un cambio de hábitos: ya no es posible eludir sus rayos sobre los ojos, aun saliendo más temprano. La plana bicisenda del tramo este/oeste de Boulevard Artigas, perfecta para un ejercicio moderado que permite apreciar el paisaje, deja de ser apropiada.
Hay que buscar otras calles pródigas en sombras, de poco tránsito; territorios inseguros, sin señales que indiquen detenerse, apurarse, seguir. Además de la belleza de este camino – casas lindas, árboles, veredas limpias- los semáforos y señalizaciones ofrecen protección, aunque limiten los movimientos.
Pienso que no toda nuestra existencia debería regirse por el esquema de apurarse, detenerse o seguir. La prudencia nos iguala con el mendigo que no se lanza a cruzar la calle con el semáforo en rojo; pero ¿por qué evitar siempre el riesgo de la emoción, vivir lo desmesurado como una amenaza, calcular el límite de las palabras y las acciones como si todo el mundo fuese un territorio minado? El imperio del “no demasiado” y el concepto de equilibrio como indiferencia, marcan límites más rígidos que las tres luces de colores.
De pronto estoy de nuevo junto al habitante de la calle. Tal vez él comparte mis pensamientos y decisiones, y recorre este camino por última vez. Tiendo a pensar que su derrotero tiene que ver con los contenedores disponibles y no con el sol, aunque es posible que nos aqueje la misma tristeza por las despedidas.
Ya no volveré al paisaje familiar de los últimos meses; todo adiós, aun insignificante, trae su cuota de dolor, que avergüenza confesar. Al cansancio se suma una desconcertante sensación de pérdida. Después de todo, no se trata de un gran amor sino apenas de una senda en medio de la vereda, con signos indescifrables a su costado y gente que camina por ella como si fuese una pasarela. Recuerdo los pensamientos que tuve mientras circulaba por aquí, las cosas que vi, la inspiración para escribir.
Otro camino, aun menos bello, puede ofrecer otras libertades, permitir otras coincidencias.Sé que habrá nuevos paisajes y me sentiré, en otras calles, tan bien como en ésta. Eso dice la razón, que como sabemos, no siempre le acierta. Es probable que vuelva si hay un domingo nublado o cuando llegue el otoño. Es probables es una manera de decir es improbable.
Miro las altísimas palmeras con nostalgia adelantada. Nos veremos cuando termine el verano, dice Julie Budd, algo que por acá no sucede en setiembre, sino en abril. Es una manera elegante de decir adiós.
Caen gotas desde los altos árboles; llega el dueño de la casa en cuya puerta me apoyo y me corro hacia la derecha, me pregunto si debo abrir el paraguas o confío en la protección del angosto alero. Miro a quienes entran al bar, confiados; a los que se sientan bajo las tenues sombrillas, con la esperanza de que la lluvia sea pasajera y no interrumpa el café ni la charla.
Esperar es creer que las cosas sucederán de la forma establecida- un té bajo techo en buena compañía -y también imaginar que no, que habrá que hallar un camino sobre las baldosas mojadas, en silencio, irse a otro lugar, vivir el desasosiego, asumir que hemos perdido el rumbo o la cabeza.
¿Cuántas maneras hay de llegar hasta el mar? El parque cercano promete el verde vital y también el frío. ¿Qué destino ignoto lleva el ómnibus gris que pasa por la esquina? ¿Será que los charcos anegarán los zapatos, que algún mármol oculto en el cemento nos hará resbalar, que el agua empañará los anteojos? Quizás haya un jardín a la vuelta de la esquina, alguien toque el violín junto a la ventana abierta o nos salude desde un balcón. ¿De qué color serán los gatos arrebujados en los pretiles? ¿Hay dinero en nuestro bolsillo para abordar un taxi, el gps nos indicará un lugar cercano donde resguardarnos, o nos atreveremos a caminar sin rumbo, sin plazo, hasta cansarnos?
En la vereda de enfrente, el cuidacoches se guarece en un alero tan exiguo como el mío. Su espera es otra: que los clientes del bar terminen su café y saquen de sus bolsillos la moneda que le corresponde.
«No pasará mucho hasta que la felicidad venga a saludarme», canta BJ Thomas, y «estas gotitas son un momento de haraganería del sol, que no hace bien su trabajo.»
En la mesa junto a la puerta del bar, una chica habla con pasión del lomito canadiense y explica sus características a tres amigas que la escuchan con el mayor interés. Me distraigo con un auto antiguo que pasa, majestuoso y frívolo. En la esquina un coro de bocinas anuncia un choque que no sucedió, y el consiguiente intercambio de acusaciones. Vuelvo a la charla de al lado, que ahora versa sobre los bizcochos: me sorprende tanto rigor sibarita, tanto entusiasmo compartido por la masticación. Me alegra comprobar que la ráfaga de contenidos de internet no impide la conversación pausada sobre detalles nimios, con los que se construyen las amistades.
Miro el reloj para decidir si es prudente irme, o preguntar.
El fin de la espera inaugura un tiempo sin medida, por un rato.
Una ciudad que se precie debe tener su buena porción de “abierto las 24 horas”. Hay quienes no duermen para que los demás podamos hacerlo, bendecidos por la tranquilidad de que no falte nada, y si falta, allí lo encontraremos. Un caño roto, internet que no funciona, un dolor de cabeza o un encuentro sexual inesperado, la llave perdida, el hambre y la sed: todo está cubierto. También la reparación de motos, camiones o cualquier otro vehículo, salvo los zapatos, creo. La vida es corta y no podemos perderla esperando que, al amanecer, abran los comercios. Desde que el delivery es una circunstancia socialmente aceptada, podemos recibir lo que pedimos sin tener que salir de casa: alguien no duerme para que nuestro insomnio sea más llevadero.
Nancy Sinatra, diva efímera, canta el tema principal de Solo se vive dos veces: “Una vida para vos, la otra para tu sueño.” No se refería a dormir, algo en lo que se nos va gran parte de la vida, sino a imaginar, a vernos en mundos que casi siempre son este, pero con algunos cambios. Un trabajo mejor, la salud sin problemas, aquel amor tan ansiado, un viaje al otro continente, un examen aprobado. En la espera de esa conversión del sueño a realidad, que según la canción depende del propio soñador, alguien escribió en la pared: “San Francisco, te pido un milagro”, buscando quizás una vía más expeditiva. Nancy no decía toda la verdad: solo podemos coincidir con la canción si aceptamos que la sucesión de ilusiones que nos acompañan en la vida son un largo sueño que asume distintos aspectos. Cualquiera diría que, en realidad, vamos cambiando de sueño. Si no podemos cambiar de cara o mentalidad, de clase social o altura, podemos soñar distinto cada vez.
El saco a cuadros y los pantalones anchos eran moda en los 80, durante la juventud del hombre que los sigue usando un domingo de setiembre, 40 años después. De su mano izquierda cuelga una bolsita de nylon con un par de esferas de colores. No logro ver si son una mandarina y una ciruela, o dos ovillos de lana. Me acerco y veo que son rosas pequeñas: una amarilla y la otra rosada, con algunas hojitas desmayadas a cada costado. ¿Serán una ofrenda religiosa, un regalo, o apenas un hallazgo callejero? Pienso en esta inconstante primavera. No nos llega el ramo de flores rozagante, espléndido, sino una pequeña muestra ahogada en una bolsa de nylon, rescatada por un optimista. Y la esperanza de que mañana sea un día sin nubes, y que, como aconseja Nancy, paguemos por nuestro mejor sueño, no precisamente dinero.
Grabados de Elisa Ríos @elisarios_eliss
Traducir el canto 4/9 Elisa RíosTraducir el canto 5/9 Elisa RíosTraducir el canto 6/9 Elisa Ríos
No hablar con desconocidos ni comer nada del piso era una consigna casi universal de los padres a sus hijos durante mi infancia, ahora sustituida, quizás, por el “no cruces la calle mirando el celular”. Etta Jones también aconseja “cuando necesites algo más que compañía, no vayas con extrañas, ven conmigo” y en estas épocas de aplicaciones de citas sigue teniendo su valor ( y su ineficacia).
¿Cómo agrandar nuestro mundo si nos movemos siempre en el mismo círculo, por más querido que sea?
Hay situaciones más propicias que otras para conversar con alguien cuyo nombre no sabemos y probablemente no sabremos nunca: una espera desmedida frente a una ventanilla pública o privada, un accidente, un corte de luz o la rotura del ómnibus. Algo que no estaba en los planes ni fue anunciado en la televisión o las redes sociales, que impacta sobre el momento en que algunos extraños advierten que comparten una esquina, una plaza, un edificio.
El resto del tiempo, en general, lo pasamos callados. Los smartphones nos permiten dialogar con los lejanos y a la vez nos recortan la posibilidad de hablar con los cercanos.
“El atardecer de hoy fue muy pero muy hermoso” dice un chico con aspecto de rapero, sentado en el cordón de la vereda, a alguien que, del otro lado de la línea invisible que los conecta, recibe el mensaje con alegría y comprensión.
Si alguien nos dirige la palabra para otra cosa que preguntarnos por una dirección, en general nos cae pesado. Mi sobrina, cuando era niña, creía que quienes no hablaban eran mudos o sordos. Ahora ya aprendió que no contestar es hacer de cuenta que estamos solos en el mundo y que éste, quizás, está demasiado poblado. Un par de auriculares y ya está: nos internamos en nuestro propio universo.
Cuando Elisa canta, un pájaro con el pico deforme se detiene en su ventana y escucha. Una torcaza hizo nido en el alero de Inés, y un zorzal saluda cuando sale al jardín. A causa de los agrotóxicos, dicen, hay más pájaros que antes en el Montevideo urbano, y con un poco de paciencia podemos esperar que vengan, si no a oír nuestro canto, al menos a acercarnos el suyo. Como los desconocidos, vienen y van sin decir su nombre.
Otros nos esforzamos por entender las conversaciones a nuestro alrededor, oir algo interesante, retazos de frases que permanecen en la memoria y convocan imágenes y recuerdos. Hablar con amigos es de las mejores cosas de la vida; charlar con extraños, también.
Tristán Narvaja está vacía de puestos callejeros. Los libreros, dada la sensibilidad de su producto al agua, han clausurado las mesitas al aire libre. La llovizna reduce la calle a un paseo sin misterios, sin riesgo de manoseo o robo, para tranquilidad de la concurrencia. Queda el consuelo de las vidrieras con gatos y ofertas inesperadas. No es el precio lo que tienta, sino la rareza de algunos libros expuestos.
La tapa celeste de Elogio de la sombra de Borges parece irradiar luz. Uno de los versos del libro, que habla de la ceguera y la vejez, dice “el animal ha muerto o casi” y no me suena convincente. El japonés Tanizaki también escribió un libro con ese título, que analiza cómo, en cada lado del mundo, la luz y la sombra del espacio habitable se valoran de forma diferente. Sombras y luces se alternan en las preferencias de los que viven en las antípodas. También es así para nosotros, aunque no lo aceptemos así nomás.
Al mirar el rombo oscuro que proyectan los edificios cuando se asoma un sol debilísimo, no pienso en ellos sino en el distinto valor que la sombra ocupa a lo largo del año. En unos pocos meses pasa de ser refugio y alivio a castigo y amenaza. En invierno casi todos caminamos por la vereda del sol, y miramos con extrañeza a los que insisten en la opuesta. ¿Será que no tienen frío? ¿Será que no se han dado cuenta de que una vida mejor es posible, del otro lado de la calle? Quizás desdeñen el pequeño bienestar de un poco de sol sobre el cuerpo, o estén muy ocupados en otros asuntos. Hay bichicomes en ambas veredas. Los que permanecen a la sombra lucen algo más destruidos que los otros.
En una esquina, una pareja de ciegos canta con entrega y disonancias una canción de amor, de un amor posible. Una adolescente con su hijo en brazos los escucha atenta: para ella esas palabras iluminan la fría mañana, dan sentido a sus emociones. El amor se muestra como una luz, y ella está de acuerdo. Nacha Roldán, cantante olvidada, le canta, en cambio, a la conveniencia de ser sombra, sin parecer sombría: hay cosas y seres a los que mucha luz les dificulta o impide la existencia.
Estamos en épocas de sombras alargadas; así lo dicta nuestra posición en el mundo y la tiranía de ese sol que hace más o menos lo mismo desde hace millones de años. Me vuelvo con un Elmer Mendoza nuevo, a precio de oferta: así funciona el mercado los días lluviosos. Allí encontraré sombras, de distinto tamaño e intensidad, y alguien que busca un poco de luz, con éxito relativo. Como cualquiera en estos días.
En esta época del año, desde que tengo memoria, mi madre dice “Falta poco para que los días comiencen a alargarse” y siempre es difícil refutar esa verdad, más difícil que creerla. A partir del 2 de julio- dentro de dos semanas- cada jornada comienza unos pocos segundos más temprano. En cien horas termina el otoño, una estación que no cuenta con mis preferencias, y comienza algo peor, el invierno. Repito la frase de mi madre como un mantra, y me dispongo a cubrir mi cuerpo con varios kilos de ropa hasta que la luz crezca a una velocidad mayor.
“Las ilusiones pasadas yo no las puedo arrancar…” Gardel canta desde la radio con su voz de eterno verano, un tango adecuado a los días grises de sus desventuras. Le habría venido bien oir la tenue voz de Dionne Warwick preguntándose “¿Qué consigues con enamorarte, además de un montón de gérmenes que te traerán neumonía?”, pero no, la ironía no permeó nunca sus letras. Esa canción es válida para los personajes gardelianos, y mantiene su actualidad. El pánico ante el contagio ha disminuido drásticamente la cantidad y calidad de los besos, tanto apasionados como amistosos. Un encuentro de manos se percibe como una amenaza o una falta de consideración. En la calle se advierte el movimiento del trabajo, pero la vida social sigue en pausa.
Invito a X. a caminar un rato, pero prefiere ir a tomar algo. Arreglamos para merendar en una confitería del centro, “porque allí es grande”, dice. Y como efectivamente, es grande, está lleno de gente en busca de un sitio seguro. Caminamos durante dos horas en busca de un lugar adecuado, lo suficientemente vacío como para darle seguridad y lo bastante hermoso como para merecer nuestra estadía. Dos condiciones que no se dan en simultáneo, algo que el cansancio permite comprobar.
Llamo por cuarta vez a Z., y como la gula y la lectura compulsiva son sus pecados más asiduos, prometo manjares exóticos, ofrezco en préstamo libros raros que no poseo. “Estamos en una mala conjunción planetaria”, me explica. “Hasta el 22 no voy a salir de casa, porque algo terrible puede sucederme. Y te pido por favor que vos también te cuides.” Salgo a la calle y miro con desconfianza los semáforos. ¿Será que los conductores siguen de acuerdo en obedecerlos? Miro hacia arriba y veo un cielo claro, donde ningún planeta es visible, aunque estén allí.
W. siempre avisa con por lo menos doce horas de anticipación que no podrá asistir a nuestra cita, y a veces eso se da en la madrugada. “Perdón, no sé qué me pasa, pero prefiero cambiar para otro día”. Agendamos un lejano jueves de la semana próxima, algo que hacemos desde abril, y me pregunto si, una vez que se produzca el encuentro, nos reconoceremos.
Y. quiere, en vez de un café, hablar por Zoom. Esta vez soy yo quien no acepta. Contrataca con Google Meet. Apela, como último recurso, a una conversación con cámara de Whatsapp. Transamos en una llamada telefónica e intercambio de fotos. “Qué suerte que la tecnología nos permite comunicarnos!”, dice.
Me quedo pensando que eso es tan cierto como que dentro de muy poco, los días comienzan a alargarse. Y mientras tanto y después, los días breves y el frío.
No es fácil zapatear bajo la lluvia; Gene Kelly lo hizo hace setenta años y lo seguirá haciendo cada vez que alguien vea la escena más famosa de Singing in the rain, donde el agua es una amable y tibia caricia que ni siquiera le hace cosquillas al colarse por el cuello de su camisa.
¿Quién canta y baila bajo la lluvia fría del último mes del otoño? El viento ha tirado las hojas amarillas, que se amontonan en las veredas como un manto colorido. A lo largo de 18 de Julio, el gris de las cortinas metálicas se ve interrumpido tanto por los graffitis como por los carteles de SE VENDE O ALQUILA. Algunos esperan el ómnibus, otros pasean a sus perros. Una mujer lleva una camiseta gastada donde se lee con dificultad: “Vive mejor, ríe más”. Hay otra línea oculta por la gabardina que tal vez dice “ama sin temor”. Pasea a su perro y su expresión indica que no ha seguido correctamente las instrucciones de la camiseta.
En las esquinas vacías hay campamentos húmedos que sus habitantes se esfuerzan en proteger, ubicando los colchones contra la pared. La lluvia, acá y en el norte, es siempre fría, y salvo que sea bajo un paraguas, en un set de grabación, o después de una larga sequía, nadie baila o canta cuando la siente sobre su cabeza. Ni cuando el viento desvía las gotas desde la perpendicular y las arroja sobre los que se protegen en los aleros. Los montevideanos se han quedado en sus casas hoy, y en las calles solo quedan los que no tienen a dónde volver, y los días y noches del otoño son más largas, mucho más largas, para ellos.
Nadie canta bajo la lluvia: quizás maldiga, quizás suspire; la música de las bocinas tampoco suena en las calles mojadas. Al pasar, veo en una esquina la cara de alguien que conozco: no es un amigo, ni un vecino, quizás alguien que frecuentaba los mismos lugares que yo en otros tiempos, o alguien con quien me cruzaba en la parada o en un cumpleaños. Muchas de esas caras apenas conocidas se han disuelto en la memoria, en estos dos años de encuentros pautados. El universo de los saludos ha menguado. El fugaz recuerdo de los apenas conocidos fue tragado por la presencia de los más cercanos, y no existió la oportunidad de mantener o hacer crecer esos vínculos.
Hace mil años, los cortesanos japoneses intercambiaban poemas donde el amor, el paisaje y el estado del tiempo eran los temas habituales. Son miles de versos cuyos autores son dudosos; abundan las atribuciones, y los nombres carecen de significado en el Montevideo del año 2021. La lluvia, que interrumpía el encuentro de los amantes, inspiró incontables versos. Shiria Chi Kawa, dama de compañía de la emperatriz Akiko de la era Heian, escribió:
Cuento los días desde que te vi
Hasta que empiezo a medir
Los que faltan hasta volver a verte.
Mil años después, me pregunto si esos versos eran para quien amaba, o se referían a la primavera o al cielo claro después de la lluvia. Qué importa, en realidad podemos elegir a qué atribuirlos, sea lo que sea.
En la peatonal Sarandí, alrededor del Registro Civil, nos aglomeramos los que, a causa de las restricciones, no podemos juntarnos en la oficina y presenciar directamente la ceremonia del matrimonio civil y obligatorio, etc. Por cada pareja dispuesta a casarse hay un grupo de ocho o diez personas de toda edad, aunque la mayoría son jóvenes. Todos van vestidos de fiesta, o para una ocasión especial: algo novedoso en días donde la pandemia empuja hacia la blusa cómoda y el pantalón amplio. Observo atuendos deslumbrados por la mañana radiante, tímidos ante la inmensidad de la calle o ansiosos por volver a sus armarios oscuros. También son inusuales los peinados, las joyas colgadas de cuellos y lóbulos, los tacos brillantes, las corbatas vistosas.
Todos se muestran alegres y afectuosos entre sí, rodeados de idéntico jolgorio. Me detengo en ese sonido raro, como si en un año hubiese olvidado el efecto de un montón de voces en un lugar pequeño. Cada grupo tiene su propio sonido; en unos sobresalen voces masculinas, en otros, agudos gritos infantiles, la voz cascada de las fumadoras o el arrullo entusiasta de las amigas. Si me acerco, distingo el resumen sonoro de cada grupo, pero las miradas me apartan, me dicen que los lugares son escasos y no se admiten extraños. Al alejarme, oigo un conglomerado de ruidos indistintos.
Alguien dice una frase breve, los demás responden con risas, con aprobación, con tres o cuatro palabras; y así enhebran conversaciones que solo ellos entienden, como si cada pareja perteneciese a su propia tribu, con su propio dialecto. Cuando los novios entran al edificio vidriado (el paso es controlado con rigor por los porteros, que dejan pasar cédula en mano) los grupos se dividen en grupitos para esperar que allá arriba, invisible, se produzca el acontecimiento civil que los convoca.
El ruido del tumulto me agrada: hace mucho que no oía los sonidos complejos, ensamblados arbitrariamente, de los humanos en la calle. Pasearme por los sinuosos y estrechos corredores entre grupo y grupo es una experiencia musical. En sentido estricto y convencional, no es música; pero al entrar por mis oídos activa los mismos circuitos que una melodía, que un ritmo folklórico. Se advierten los cambios de textura y volumen, la fuerza de lo homogéneo y la riqueza de lo distinto. No es un coro y las voces no están ordenadas jerárquicamente; es una nube sonora de la que escapan gritos de niños y risas de hermanas, sobre el bajo continuo de un señor apretado por su camisa blanca, que brilla al sol de la mañana.
No se distinguen las palabras, aunque el ruido proviene de ellas. Hay un rumor constante, con instrumentos que se detienen para que la voz solista rote entre la pared del registro y la opuesta, alrededor de las palmeras, y se diluya hacia las esquinas vacías. Es un ruido muy alto para ser murmullo; incluye palabras aisladas, risas como ráfagas, carcajadas que emergen con fuerza mientras los demás gorjean y unen sus cabezas para decirse lo que no quieren que otros oigan. No faltan los que esperan contra la pared en silencio, como los percusionistas con intervenciones puntuales en el concierto.
Temo que este ruido termine, que la ceremonia no sea solo invisible, sino virtual; que se convierta en un episodio para ver en pantalla, monótono y desabrido como la voz de los jueces enumerando los artículos del código civil.
Alguien otea y anuncia “ya vienen”. Los celulares se elevan, los puños aprietan montoncitos de arroz para tirarlo en la cara de los contrayentes. Hay aplausos ante el beso, la luz es propicia para las buenas imágenes y cada grupo se aleja en direcciones diferentes.
Llegan otros novios, otros grupos, otra música.
fotos de Ileana Silva. Gracias a Gabriela y Román por las manos y la ocasión.
El periodista, escritor y amigo Federico Medina me invitó a escribir una carta para su programa radial “Un millón de amigos”, en radiomundo 1170. El pasado 10 de abril, Leticia Ramos la leyó e hizo que pareciese mucho mejor de lo que es. Agustín Ríos sacó las fotos. Quienes conocen El Astillero se divertirán un poco; ojalá no se aburran quienes no lo han hecho, y aprovechen la oportunidad de acercarse a ese gran libro.
Abajo está el link al programa, que vale la pena escuchar y seguir.
Sra. Angélica Inés Petrus
Estimada Anyi:
Te llamo así porque los nombres largos ya no se usan tanto. Como el mundo anda más rápido, todos tenemos diminutivos.
Nos costó encontrar tu dirección; desde que el astillero fue convertido en un shopping, nadie ha sabido de ti. En el contrato de compra/venta aparece la dirección de una pensión de la Ciudad Vieja, adonde te enviaremos esta carta.
Siempre nos pareció muy injusto que Don Juan Carlos hablara de ti solo como la hija de Jeremías Petrus, y dijera que fuiste única, idiota, soltera; que calificara tu risa como hipo, como tos, como estornudo. Mencionar tu cabello rubio y largo acentuaba esa imagen de heroína europea, etérea como una mariposa, con un cerebro acorde. No conocimos ninguno de tus pensamientos, solo tus acciones enigmáticas, que apenas aportan a definir tu personalidad.
Recordamos la incongruencia de tus largos y blancos vestidos. ¿Cómo hacías para tenerlos en buen estado, en medio del barro y la herrumbre del astillero abandonado? ¿Los colgabas al sol, con jabón? ¿Los lavabas tú misma, o le pagabas a alguien con tus escasos recursos?
Desearíamos conocer tu versión de los hechos. ¿Fue cierto lo de la conspiración entre Gálvez y Kunz? ¿Tu padre fue en realidad un estafador? ¿Larsen era inocente o simulaba serlo? ¿Por qué no lo denunciaste cuando supiste del robo de maquinaria? ¿Eran rusos los que compraban la chatarra? Lo dudamos, porque muchos han visto pedazos de chapa con la marca del astillero en las calles laterales de Tristán Narvaja.
Creemos que sabes bien cómo fue todo, aunque hayas mantenido silencio.
¿Estuviste realmente enamorada de Larsen o lo aceptaste por piedad? Con su calvicie disimulada por el sombrero y su sonrisa torcida, como lo define Juan Carlos, y su pesimismo acendrado, diríamos nosotras, no parece muy atractivo. Como sabes, él dijo que le dabas lástima. Si sabía que tu padre estaba en quiebra, no entendemos por qué te ofreció matrimonio. Más allá de su ambigüedad, no era tan mal tipo. Sinceramente, no lo creemos capaz de divertirse, ni aun a costa tuya. Era un hombre como tantos, en busca de trabajo y afecto, aunque sus antecedentes no eran los mejores.
Esperábamos verte en el entierro del Díaz Grey, ya que fue tu médico y tutor durante muchos años. Hay quien sostiene que estabas allí, oculta tras un gran paraguas negro, al final de la procesión; dicen que te fuiste del cementerio en la camioneta de la funeraria, sin saludar a nadie.
Santa María ya no es lo que era. Ahora recibe turistas, y eso ha cambiado un poco la idiosincrasia de la gente, aunque el espíritu pueblerino siga flotando en sus calles. Hay más automóviles y menos flores. La única librería cerró y en su lugar hay un puesto de comida al paso. Por suerte, se ven más músicos y bailarines. En la plaza hay un monumento a tu padre, pero el pedestal es demasiado alto, y quienes pasan a su lado pueden ver solo las piernas.
Ojalá en estos años hayas encontrado un verdadero amor, o hayas disfrutado de otros un poquito falsos. No hay nada malo en ello. Ojalá el perfume de las violetas no te recuerde a Larsen, y si lo recuerdas, que sea sin tristeza.
Esperamos que nos contestes, y también verte aparecer en otro escenario, con un poco más de protagonismo y menos amargura.
El otoño, aunque no promete, nos ofrece algunas horas de disfrute. La luz de abril es hermosa. Cuando la ciudad está semivacía, los ciclistas paseamos con menos temor por sus calles.
La bicisenda de Bulevar Artigas, una de las más antiguas de Montevideo, ahora está señalizada con líneas blancas. Advierto que en la acera norte hay flechas indicando la dirección opuesta a la que llevo. Me da pereza cruzar, y a las ocho de la mañana el tránsito de dos ruedas es inexistente, aunque hay algunos ciclistas en la calle, quizás para sentir la emoción del peligro o porque creen que la senda es para señoras. Me atrevo por la prodigiosa y decadente Burgues y el túnel de plátanos sobre mi cabeza me hace sentir en el interior de una caja, con pequeños agujeros por donde pasan los rayos de sol. Pienso en el verso que la Inteligencia Artificial creó, luego de leer millones de poemas: te entrego esta caja de luz que una vez fue un árbol. Es hermoso, pero cualquier adolescente sensible podría escribirlo, sin mayor esfuerzo informático. Con tantos poetas en el mundo, ¿es necesario demostrar que una computadora es capaz de crearla? Los programadores dicen que es difícil, y lo seguirán intentando, como cualquiera en procura de un verso memorable o una historia excepcional. Hasta que alguien les recuerde la relación costo/beneficio.
Los talleres mecánicos y demás negocios vinculados al automóvil aún no se han apropiado de todas las fantasmagóricas mansiones de Burgues, rodeadas de selva, y me alegra poder mirarlas desde sus portones atados con cadenas: un paraíso de lianas y telarañas, donde lagartijas y pájaros tienen el almuerzo asegurado. Una de ellas parece habitada: advierto un discreto sendero rodeado de anticuadas hortensias, que se pierde detrás de una palmera, y leo el cartelito en el muro: MOMENTOS. Hay otro motel, un poco más pequeño, en la vereda de enfrente. La prostitución sufrió las consecuencias de la pandemia; y sin duda el ambiente no fue el mejor para los amores clandestinos, que completan la clientela de estos lugares. Aunque también es posible que el aburrimiento de la convivencia obligada haya impulsado a muchos a trasladarse allí un par de horas a la semana, si no por pasión, al menos para dormir una siesta sin interrupciones, tener una conversación telefónica privada o hamacarse en los colchones de agua. A mis veinte años, había que esperar en un cubículo de cortinas hasta que se desocupase una pieza; entre beso y beso, escuché las conversaciones más inverosímiles. Los futuros amantes hablaban de asuntos financieros, de repuestos de autos, de leyes recién aprobadas.
Vuelvo por el mismo camino, esta vez por la senda correcta. En una esquina encuentro un grupo de jóvenes, cada uno con su celular a la altura del pecho, y pienso que están fotografiando un accidente. Al dar la vuelta veo que es una cola de media cuadra frente a una fábrica textil, con la esperanza de conseguir un puesto de trabajo.
En un semáforo, dos ciclistas profesionales lamentan la suspensión de la Vuelta.
Ya van dos años. Lo que me da miedo es que yo nunca pueda volver a competir, dice uno.
Nooooo, dice el otro con el más convincente de sus tonos, pero algo en su pedalear indica que tampoco está seguro.
No escucho el resto de su argumento, pero me alegra que vea esto como una catástrofe temporaria, y no como una montaña imposible de escalar en bicicleta.
Un par de señoras piadosas delibera junto a un bulto en el piso: ¿será que duerme, será que vive? Una deja una cajita de colet a su costado, la otra promete volver con algo que sobró de la cena. Ninguna dice: es un drogadicto, un borracho, un plancha, aunque no han visto su cara ni oído su voz.
Hace un tiempo se hablaba de cómo los uruguayos soportábamos con paciencia – obsecuencia, inercia, cobardía, decían algunos- los abusos, tanto del panadero como de la policía. “Los uruguayos somos así, no nos quejamos” decíamos mirando las revueltas de otras ciudades, con gente trepada a los monumentos y esgrimiendo sus camisetas en protesta por tal o cual asunto que afectaba su existencia. Mientras espero mi turno, me convenzo de que eso sucedió en el pasado muy remoto, ya que los agendados para vacunarse a esta hora, todos de mi edad o mayores, demuestran saber muy bien cómo quejarse. Quizás no ante quién hacerlo, ya que el esforzado portero y la amable recepcionista son quienes reciben y sufren la queja, el reclamo o la protesta.
Veo un desfile de agitados compatriotas, a los que constatar que deberán esperar media hora más para ser vacunados les resulta un agravio. Cada uno plantea una situación particular y exige un trato especial, ya que las circunstancias lo perjudican en mayor grado que a los demás, que esperamos con paciencia. Dos o tres frases hechas y una actitud firme los hacen retornar a sus lugares, aunque algunos logran pasar, lo que despierta una ola de nuevas protestas, esta vez por la injusticia cometida. Hay quien intenta sosegar a los desesperados, explicando que quien pasó antes tenía una sola pierna, había cumplido 104 años o padecía una enfermedad más grave y contagiosa que el Covid.
Yo debería dejar mis pruritos y unirme a la actitud general, abandonar mi rareza y aceptar que también tengo impulsos irresistibles de intolerancia. Y decir, por ejemplo:
¿Ya terminó el verano? ¿Cómo es posible que, en este año especial, no nos hayan dado una prórroga, dos semanitas al menos? ¿Se suspenden las clases pero con el otoño hacemos como si nada?A mí me hace mucho mal el otoño. Me entristezco, tengo pensamientos negativos. Lo peor es que nadie se hace cargo. Llega el 21 de marzo, se termina el verano y parece que acá no pasó nada. La prensa no se ocupa. Todo está mal organizado. Ya que gastan tanto en desayunos de trabajo y en acomodar la aplicación de las vacunas, ¿no se podrá incluir una pequeña modificación del calendario? Ya que los cultos religiosos siguen habilitados, recordemos que Gregorio XIII le quitó al mundo diez días, y sería justo recibir su devolución, si es posible actualizada. Quince días más de verano y todos contentos. Y el año que viene, vemos.
No sé quién me secundaría: veo a todos cómodos en sus abriguitos otoñales, con el paraguas bajo el brazo. Si alguien dijese: ¿qué tal tres semanas de otoño soleado, sin viento ni frío? yo aceptaría encantada, y dejaría de lado mis reclamos.
Un día nublado, y todo cae en el pozo de lo gris. El verde de los árboles no alcanza a disimular las paredes despintadas ni los graffittis ininteligibles, casi todos los vehículos aportan su tono desvaído al paisaje y el humo se confunde con las nubes. La desazón me atrapa detrás de la ventanilla salpicada con gotas de una lluvia benéfica para los campos, amenazante para los demás. El problema del otoño no es la baja de la temperatura -que resulta agradable después del calor- ni siquiera los colores: al monocorde verde le sucede una variedad de cambiantes amarillos, morados, naranjas. El problema es que no promete, y sabemos que se acercan el frío y la oscuridad, y pestes variadas se sumarán a La Peste.
Para evitar la tristeza del panorama externo miro las cabezas embozadas de mis compañeros de viaje, y no encuentro en ellos mayor diversión que comprobar una vez más que el celular les exige el silencio de una sala de cine. La fortuna no me regala una conversación, y levanto la vista hacia la pantalla ubicada tras el asiento de la conductora. Frases que se esfuman juegan con mi conocimiento acumulado. Me preguntan si sé cuántos músculos intervienen en la digestión y cuánto mide la jirafa más alta del mundo, me sugieren empapar mi piel con aceite de jojoba para terminar con las arrugas. A una serie de datos futbolísticos sucede una pantalla azul donde giran lo que parecen estrellas, pero no: son peces. Es el turno de la astrología, que indica que estamos en o bajo el signo de Piscis. La lista de virtudes de los nacidos en marzo parece larga y variada. Dice que son gente tranquila, paciente, amable, simpática, intuitiva y todo el mundo los quiere. En cálculos gruesos, representan el 8, 33% de la humanidad. Habrá que esperar los meses venideros para saber cuántos simpáticos, amables y sensibles hay en el 91, 67% restante. Entiendo que estos horóscopos nunca dicen que un grupo entero ( 8, 33%) son antipáticos, antisociales y violentos. O aburridos.
Para algunos el mundo está dividido en doce tipos de personas. Tienen suerte los que, al conocer la fecha de nacimiento de alguien, se hacen una idea cabal de lo que incluye su mundo. Con los ojos cerrados, ya saben qué lecturas prefieren, cómo huelen, de qué color se visten, con qué música se emocionan. Si escatiman su cariño, tienen celos excesivos, su piel es suave, se escabullen de las responsabilidades o de las papas fritas, son buenos en la cama o en los deportes de riesgo. Los que creen en el horóscopo no sufren la zozobra de quien se enfrenta, con miedo y curiosidad, a lo desconocido. “Que tengan un buen año, pececitos” dice la imagen final del video. Supongo que las pirañas, los tiburones y los extraños habitantes del suelo marino, aún recién nacidos, no entran en la categoría “pececitos”. Pienso en las corvinas, los peces decorativos, las tarariras fluviales, todos diferentes. El agua sobre la tierra se presenta en muchas formas: lagos, mares, arroyos, ríos, cascadas, océanos. Es más divertido pensar que hay peces variados en cada uno de esos húmedos ambientes y que no son un conjunto previsible en un universo de doce opciones.
Los que pescan en la rambla sur conocen bien la diferencia entre los pescados comestibles y los tóxicos. Si alguno viajara en este ómnibus lo podría fundamentar, pero nadie porta una caña, y me quedo dudando de la verdad revelada, absoluta, del video astrológico.
Antes de bajarse, la vendedora de caramelos charla con la conductora del ómnibus sobre el cambio de clima: tema obligado en las conversaciones, tiempo atrás. Algunos, antes, pensábamos que hablar del tiempo era estúpido. Hoy escucho sus palabras con la avidez que demandaría una revelación vital, un chisme interesante, la confesión de un secreto . Quiero que en algún momento una de ellas diga que esto es pasajero, que volverá el calor, que saldrá el sol detrás de las nubes. Que después de todo es marzo, y que abril siempre fue un mes benigno. Que a pesar de la fecha, aún falta para el otoño. Pero se saludan, se desean recíprocamente una buena jornada, y vuelve el silencio.
En el kiosco de los panchos, dos hombres conversan sobre sus comidas favoritas. “Yo muero por los ravioles con tuco”, dice uno, “pero con estos calores no puedo comerlos”. Al otro no le gusta el tuco, pero sacrifica todo por un guiso de lentejas. Algo que tampoco es adecuado para el verano. Los dos se quedan en silencio, con el recuerdo de sus sabores amados, a los que volverán cuando baje la temperatura. Mientras tanto, se las arreglan con panchos.
En el restaurante, la pizarra en la pared otorga una gran superficie a la Ensalada Completa: lechuga, tomates cherry, rúcula, queso, jamón, aceitunas, berro, kale, ciboulette, huevo duro. Una profusión de ingredientes a los que yo agregué, en mi mente, el recuerdo de otros: chauchas, papas, zanahoria, remolacha, arvejas, porotos blancos, palmitos, granos de choclo. Fue esa idea previa del significado de “ensalada completa” lo que me lleva a elegirla; pero la realidad se ajusta, con precisión, al listado escrito a mano en la pared. Trago el último bocado de lechuga y sigo con hambre. Después de todo estoy a dieta, me resigno, y pienso con cariño en el kiosco de panchos.
El paseo a los humedales se frustra: apenas salir, el peso del sol sobre nuestros cráneos y la extensión de pastizales secos indican la inconveniencia de arriesgarse por los caminos de madera. Nos queda la orilla del río, que los fines de semana se llena de gente que disfruta de su picnic. Hay cinco árboles al costado de la rampa que lleva al agua, y cuatro están ocupados por parejas silenciosas. ¿Qué se dirán, si se dicen, al resguardo del calor insoportable? Tal vez disfruten del silencio en compañía, de la quietud. Nos ubicamos en el quinto árbol, que da sombra a los aparatos de gimnasia y miramos el río quieto, marrón, del cual llega una brisa benéfica. Los patos blancos se apretujan en el centro del río, para mojarse las cabezas o comer algo. Varios botes de madera, algunos con una pequeña cabina encima, descansan aferrados a sus anclas. A nuestras espaldas hay un parque de diversiones desmontable, de esos que recorren barrios y pueblos desde tiempo inmemorial, y lucen frágiles con sus juegos despintados, los fierros torcidos y el óxido que obstruye las junturas. Debe ser divertido subirse al gusano loco en el cual el amarillo es apenas un recuerdo, a uno de los autos chocadores tapados con lonas negras, o a la fragata sin velas que amenaza escaparse hacia el infinito cuando el endeble andamio que la sostiene se sacuda. Hay una especie de calesita de sillas, donde varias cuelgan de un solo cable en medio de las que aún funcionan. Faltan los niños que hacen de eso una fiesta, que no ven la decadencia, sino la posibilidad de girar en el aire durante cinco minutos, de reír a carcajadas. De sumar su alegría a la de quienes los han disfrutado por décadas.
Bajo un árbol, tres hombres jóvenes descansan apoyados en sus bicicletas y discuten qué hacer para obtener dinero. Uno propone vender asado de pescado, otro dice que es complicado, el último argumenta que nadie lo compraría. El primero, con una dicción campera, difícil de entender, jura que vio cómo la gente compraba el tal asado y los que lo vendían se llenaban de plata. Llega una pareja con bolsos y un niño de seis años; buscan la sombra y espero que se ubiquen junto a nosotros, del otro lado del árbol, pero se instalan un poco más allá, cuelgan sus cosas de una saliente de otro árbol y se tiran sobre el pasto. Me habría gustado oírlos hablar, conocer sus planes para la tarde.
El sol nos impide llegar hasta el puente, donde están los pescadores, los deportistas y los que buscan algo que comer en las entrañas ocultas del río.
Recuerdo una novela de Faulkner que leí a los veinte años: Luz de agosto. En ella la gente desaparece de día y revive al caer la noche, para huir un rato del calor, cosa que no logran, porque ese calor del verano es inexorable, en Yoknapatawpha y en Santiago Vázquez. La forma en que él contaba ese calor es inolvidable para mí.
Los indígenas del trópico se recuestan a los árboles y permanecen inmóviles, en silencio, mientras dura la ola de calor. Nos hemos acostumbrado al aire acondicionado y al ventilador, pero, con un poco de paciencia, es posible comprobar la eficacia de ese antiguo método: respirar suave, mover solo los párpados, ser feliz cuando llega la brisa.
La parada está vacía y casi pierdo el ómnibus, que venía en manada con otros, dispuesto a seguir de largo. La escasez de pasajeros que la “reducción de la movilidad” trajo ha cambiado la conducta de los choferes: los tres enormes vehículos disminuyen la velocidad al llegar a la parada, y me siento honrada por ese gesto de consideración. ¿Será una nueva política empresarial, atraer a los pasajeros sea como sea? ¿Frenar para contemplar al que corre, detenerse fuera de la parada para que suban los desprevenidos?
Me ubico en ventanilla y miro en el celular los últimos mensajes recibidos. Eso -mirar el celular- es algo que puedo hacer en casa, entonces dejo para después la curiosidad, el anhelo de encontrar algo interesante detrás del brillo verde de las notificaciones. Cierro el bolso y miro el paisaje. Empiezo por mis compañeros de viaje. Los tapabocas hacen que, para leer la pantalla, la cabeza deba inclinarse mucho y la mayoría de los viajeros prácticamente se sumerge en sus celulares. Uno lee un libro, otro una revista. ¿Por qué cuestionarlo? Es mejor el intercambio con los amigos, la puesta al día con las noticias o un video divertido, que la gris compañía de las calles de la Aguada y el Centro, con sus cortinas metálicas sucias, casas en ruinas con carteles de SE VENDE y bares decadentes.
Mi padre decía que después de treinta años recorriendo el barrio aún encontraba cosas nuevas, y ese es el desafío: descubrir lo que no vemos. Fijar la mirada en otra cosa, estar atentos no solo a lo invisible sino a lo visible. La filigrana blanca y negra en los tiradores de un señor mayor, la expresión soñadora del chofer, perdido en sus pensamientos, el raro peinado de una chica en shorts. Un árbol con flores anaranjadas, el arco de una ventana cerrada. Un león de cemento con la pata eternamente levantada. Veo a una mujer muy pobre dar monedas a un muchacho. ¿Será su hijo, que va a comprar algo en el almacén de la esquina, o solo alguien que pide, y ella comparte lo poco que tiene? Oigo una voz extranjera en la esquina, mientras esperamos que cambie la luz “No tengo seguridad, no tengo nada claro” dice. ¿Hablará de la seguridad social, de un sistema de alarma electrónico, o es una reflexión filosófica? Pienso en Leonor y su taller que incluye caminatas creativas por la ciudad. Tiene sentido que lo haga, en un mundo donde nadie mira más allá de un metro de distancia. Es sorprendente que no haya más accidentes; supongo que se ha desarrollado la capacidad de reaccionar ante la aparición súbita de una amenaza.
Es mediodía y la calle luce apenas poblada. La gente camina con lentitud, como desperezándose. Leo un graffitti ingenioso y oigo una cumbia que anima la espera de un cuidacoches.
En el asiento de atrás, una señora cuya cara no veo intercambia mensajes airados con alguien de su familia. Siento el sarcasmo y la rabia pero no retengo las palabras, masticadas con fuerza, que se refieren a su mundo privado. En la puerta del Palacio Legislativo hay un ómnibus del SINAE[1], rodeado de vallas amarillas. Parece difícil llegar hasta allí y de hecho, no hay ningún ser humano cerca. En las paredes que limitan la rotonda las obras multicolores de los pintores callejeros embellecen el juego de los niños. Son cuatro o cinco que se contorsionan en el cubo de metal, tan veloces que parecen ser más, una maraña de gusanitos traviesos para quienes el mundo es una aventura.
“Toda fe tiene su razón de ser” dice mi vecina de atrás, un poco más calmada. Su interlocutora le responde con un largo mensaje que no oigo, pero suena conciliador. En una de las nuevas plazas a mi derecha, leo un cartel: ESPACIO CALISTENIA. Allí los aparatos para ejercitar distintas partes del cuerpo no tienen usuarios ( quizás llegan al atardecer) y pienso qué hermosa es esa antigua palabra. Un borracho se tambalea semidormido en un banco y una pareja toma mate contra la pared. En el césped varios grupos de trabajadores comen de sus tuppers y otros duermen la siesta a la sombra de un arbusto.
Hay casas que cambiaron de color y destacan entre las demás, orondas y frescas como una adolescente que va al baile. Las que aún son grises por el hollín parecen hundirse, como si la manzana las empujase hacia adentro. “Todo converge y el universo es uno solo, así que vos y mi tía están de acuerdo al menos en un punto” dice la señora de atrás y ríe, por lo que deduzco que el altercado terminó felizmente. Hay parejas de jóvenes hurgando en los contenedores. Me bajo frente a un puesto de tapabocas y me descubro juzgando la belleza y originalidad de éstos, algo que nunca imaginé que sucedería. Anoto en mi agenda comprarme algunos nuevos: el que tengo fue elegido para un uso breve y esporádico, y ya está desflecado y con el elástico flojo. Si bajo la cabeza para leer el celular, se me cae; y es por eso que, en realidad, vi y oí estas cosas.
Un hombre extraño en la azotea, a menos que sea un obrero de la construcción, es sospechoso. Pero el que está frente a mi ventana es demasiado viejo para inspirar temor. Lleva saco, un sombrero, un bolso colgado al hombro. En eso llega otro, joven, corpulento, que lo agarra por las piernas y lo inmoviliza. “Su cómplice”, me digo. “Hizo algo mal y el otro lo controla”. Un vecino se acerca por la azotea, y surge la verdad: es un interno del hogar de ancianos, que quiso escaparse. Alguien trae una escalera. Lo convencen de bajar. Tiene un pie magullado. Había subido por un árbol hasta el techo, y luego saltó un metro en el vacío hasta la casa vecina, donde lo detuvieron. Los responsables del hogar piden disculpas por la intromisión de su paciente en las tranquilas azoteas del vecindario. “Él siempre quiere irse”, dice una vecina. Desde que comenzó la cuarentena, los viejos no pueden salir al jardín delantero, y las ventanas están siempre bajas. No sé si el señor quería volver a una casa de la que fue expulsado, buscar suerte en la de un amigo, o simplemente caminar por la calle y detenerse a descansar en una esquina. Ojalá no haya perdido la ilusión, y e intente otra vez huir, cuando su pie sane.
El vendedor ambulante comenta la situación con el kiosquero, como si fuera una novedad. “No hay fútbol por el coronovirus, no hay clases por el coronavirus. No se vende nada por el coronavirus.” No creo que esté al tanto de la situación en New York ni en Madrid, ni que lea las estadísticas de contagiados, muertos y recuperados. Sin embargo no sabe menos que nosotros: que apareció de pronto, cambió la vida cotidiana, y no sabemos cuándo pasará. Entiende que debe convivir con él y adaptarse, de alguna forma, para sobrevivir.
En el día 6 de la cuarentena, el señor hizo la cola en el supermercado con una botella de aceite y otra de whisky. Al llegar a la caja, pregunta si puede llevar dos, y se va muy feliz con su provisión de alcohol para soportar el encierro. Ayer volví a verlo: se dirigía a la góndola de bebidas alcohólicas. Quizás se lleve dos botellas más. Quizás tres.
La señora no sale de noche: es peligroso. No va al bar: es pecado. Bailar es una actividad desconocida. En verano usa camisas de manga larga. Nunca se suelta el pelo. No habla con extraños: es riesgoso. La función principal de las manos es el lavado. Jamás una caricia, un apretón, o un masaje. Los besos son algo que ocurre en los videos. Mira con reprobación a los que se juntan a charlar en la esquina. Era la típica mojigata: miedosa, conservadora, intolerante. Alguien a quien no tendríamos en el círculo de nuestras amigas. Hoy todas nos parecemos a ella.
Un hombre camina con una vitrola al hombro. Se detiene en el semáforo en rojo y la deja un instante en el suelo, entre las piernas. Cruza 18 de julio y sigue hacia la rambla. ¿La llevará hacia su próximo dueño? ¿Será su único tesoro? ¿Alguien se la regaló o le pagó con ella un servicio prestado? Lo miran los escasos transeúntes, los pocos que siguen en el ómnibus, quizás alguien que mira la calle desde una ventana. En la cotidiana conversación nocturna, cuando decida no hablar más del coronavirus hasta mañana, contará que vio un hombre con una vitrola al hombro, caminando hacia el sur.
En la tercera semana de “distanciamiento social” la gente hace cola en los cajeros, tiene cara de fastidio, camina con temor de no cumplir el mandato gubernamental y social. Hay tiendas abiertas donde las vendedoras miran la calle con tristeza. Si no entra nadie, ¿por qué las tienen allí? Sería mejor estar de cuarentena, como tantos que trabajan desde sus casas. Si no entra nadie, sus puestos de trabajo peligran. Para quien gana un sueldo escaso, el seguro de desempleo no es un consuelo sino una amenaza.
Cuatro jóvenes conversan en una esquina, y los que pasan miran con envidia. ¿Cuatro es aglomeración? Tres no y cinco sí. El cuatro queda en el límite, como un desafío.
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En la madrugada pasan carros tirados por caballos. Vienen, como todas las noches, a rescatar lo que para otros es deshecho y para ellos comida o mercadería. Los residuos de la ciudad les han contado las noticias: las fábricas no producen, los comercios no venden, la gente cocina en sus casas. A varios metros del suelo, su aliento no se mezcla con el de los contagiados que van por la vereda. Lavarse las manos es una consigna lejana. Ojalá sus pulmones sean resistentes, y se salven al menos de esta peste.
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“Hoy dimos 49 meriendas” dijo mi hermana. “La mayoría inmigrantes…todos muy agradecidos por un pedazo de torta y un vaso de leche”. El resto del mundo intercambia videos con variados consejos y sabias palabras en las que inspirarse para tolerar el encierro. Adivinanzas. Juegos. Recetas. Algún poema. Largas declaraciones que nadie leerá. Promesas para cuando “esto” termine.
A las siete de la tarde ya está oscuro. El otoño no ha llegado, pero la lluvia y el coronavirus traen visiones de invierno. En la puerta me topo con dos hombres: uno lleva un traje de gala desflecado, que no sé si perteneció a un pituco de otras épocas o fue parte de un vestuario teatral. Una galera desfondada rodea su frente (¿el disfraz sería de un mago?) y unos bigotes oscuros tapan su boca. El otro es joven, lleva una camiseta rayada y un brazo extendido. Me muestra la palma de la mano: en ella hay un pequeñísimo ratón acurrucado. Lo miro con sorpresa y me pregunto si se parece al Topo Gigio o a un asqueroso bicho subterráneo. “Ay, Ay, qué asco, ¡un ratón!” remeda la frase que yo no dije, con la voz que no usé. “Vio, señora” dice el de la galera, “si fuera como dicen, que el virus ese anda en el aire, el ratón estaría muerto”. Ambos caminan a mi lado. ¿Me pedirán dinero o me tirarán el ratón encima y me pedirán dinero para sacármelo? “Es un ratón de laboratorio” dice el que lo lleva en la mano. «Ah», contesto, y vuelvo a mirar al ratoncito blancuzco, que está sospechosamente quieto. No parece de plástico. Creo que sus ojos se mueven. En la esquina nuestros caminos se separan. En la vereda de enfrente pasa alguien que promete más que yo. Le piden algo para darle de comer al ratoncito. No escucho la respuesta.
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Vemos pasar los ómnibus semivacíos. Mucha gente no ha ido a trabajar. El dueño de la verdulería está contento: “Se mueve, porque la gente tiene tiempo y cocina. Para no aburrirse y porque es más sano.”
Ha subido el precio de los limones, que suman a sus virtudes la de amortiguar la gripe. Pasan jóvenes y viejos con tapabocas celestes, y nos miran como si fuésemos radiactivos. La peluquera se ha quedado en casa, la veterinaria está aún abierta. Lo que más se nota es el silencio.
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Encuentro polillas escondidas entre las plantas, salen de los armarios, revolotean sobre la mesa. Unas golpean el vidrio, con ganas de pasar de la oscuridad a la luz. Otras vuelan por la casa como si fuera propia. Alguien dice que es la época, que en otoño hay que fumigar para exterminarlas. Temo que coman mi piano, o que le hagan un pequeño orificio capaz de destruirlo en poco tiempo. Si no fuera por el coronavirus, ¿las habría visto? ¿Habrían venido? No sé por dónde entraron. Ni cómo nacieron, adónde van, qué quieren.
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El joven dominicano que trae el pedido habla como un uruguayo. “Estamos trabajando más que…” y no le sale la palabra justa. “Antes, más que antes” lo ayudo. “Sí, más que en una situación normal.”
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“Quisiera sacar todas las uvas antes de que se pasen de maduras, y larguen ese olor que atrae a las ratas”, dice mi madre. Esta vez no será fácil. Antes lo hacía un hombre que se sentaba en la puerta del bar, que ahora está cerrado. No sabe su nombre ni tiene su teléfono.
“No quiero que se llene el patio de ratas. Es a lo único a lo que le tengo miedo”. Yo sé que no es verdad.
La camioneta llega al hotel a la hora prevista. Está casi vacía: una muchacha rubia es la única pasajera, sentada detrás del conductor. Ambos conversan. El conductor termina una frase antes de abrirme la puerta, y por temor a interrumpir algo, me siento detrás, junto a la ventanilla. El examina cuidadosamente el papelito que le tendí, con los detalles del viaje: 24 dólares hasta el aeropuerto La Guardia. Temo que haya algún problema, y le digo que me lo dieron en el hotel. Le saca una foto que envía por WhatsApp y emprendemos la marcha.
Me dispongo a
mirar por la ventana el paisaje del Upper West Side a partir de la calle 98
hacia Harlem.
Ella se da vuelta
y me dice que se llama Sarah. Veo que él lleva la conversación, ella se limita
a decir Yes….Ahah…Maybe..Él habla solo para ella. Dice que estudia filosofía.
Que su fuerte es la filosofía feminista, a la que dedica el 75% de su tiempo
libre. Comienzo a prestar atención.
“En el iris de una mujer se puede ver la cara de dios”. Tomamos First Avenue, y conduce con la mano izquierda. Con la derecha busca una foto de mujer en su teléfono, que muestra a Sarah. Luego hace innumerables clics sobre ella hasta encontrar las pequeñas líneas blancas del iris, insertas en la pupila como ejes que terminan en círculos algodonosos. Nos acerca el teléfono para que lo veamos con claridad, y nos quedamos con la duda de si para él esa es la cara de dios, o se trata de una metáfora. Ni ella ni yo pedimos aclaraciones.
“En Australia hubo
una civilización hace cinco mil años y quedaron huellas en las paredes de las
minas. Las que labraban los dibujos eran mujeres, porque los hombres andaban
por ahí cazando. La mujer estuvo en el principio de todas las cosas”.
Abandonamos la
First Avenue y comenzamos a circular por calles en reparación. Veo que vamos en
sentido contrario al aeropuerto, y supongo que es un camino que conocen los
choferes.
“Si un hombre de
cuarenta años está solo y vive con su madre, es porque no entiende cómo es el
mundo, cómo son las mujeres.”
“Interesting, interesting” dice Sarah a cada rato. Mueve su cabeza y mira con preocupación hacia afuera, igual que yo. Hay muchos restaurantes que ofrecen pizza y sushi, en un combo inusual. Hay sol y flores en los balcones, comienza la primavera. Suben dos pasajeros más, que se ubican al fondo. En el minuto en que nos quedamos solas, Sarah se da vuelta y me dice que cree que está loco. Coincido con ella. Va a Australia a visitar a su mamá, de sorpresa. Tomó la camioneta porque tenía varias horas antes del vuelo, igual que yo. Faltan solamente tres pasajeros para completar el cupo, dice nuestro chofer.
Cuando un vehículo se cambia de senda e invade la nuestra, él le grita, se adelanta hasta quedar frente a la ventanilla del infractor y lo insulta. Sarah y yo nos miramos tímidamente, abrimos y cerramos los ojos en señal de asombro. Entramos en zona de rascacielos, donde además del vidrio hay mucho verde. La gente almuerza sentada en los escalones y luce contenta. El tráfico es cada vez más pesado, y nuestro camino más lento.
Llegamos a Middtown, un lugar de recogida que debería ser previo al mío y al de los dos últimos pasajeros.
Miro las
escaleras de incendio, tan visibles y poco usadas. El chofer dice que se
equivocó de calle, por culpa de sus estudios de filosofía. Media hora de viaje
y estamos mucho más lejos que al principio.
Retoma su
discurso feminista, ahora a media voz.
“La intuición es
algo que los hombres no tienen y esto permite que las mujeres dominen el mundo.
No es cierto que las mujeres son débiles y sometidas, son ellas las que hacen
lo que quieren con los hombres. Eso es porque estamos en la era de Acuario, una
era femenina.”
“Tú vas a oír que
un hombre le pegó a una mujer, la lastimó. Esto lo hace porque es débil,
estúpido. La mujer casi nunca le pega a un hombre, porque es más inteligente”
Prende la radio y un furioso hip hop llena el espacio durante diez minutos. Sube otra pasajera, que se queja por la demora. Faltarían solo dos, que ojalá viajen juntos. Nos detenemos frente a un edificio, él baja y entra. Vuelve a los diez minutos, solo, y no da explicaciones. Sarah se angustia e intento calmarla. Le digo que en todo caso podemos bajar y tomarnos un taxi. Su vuelo sale media hora antes que el mío, y si lo pierde se queda sin conexión hasta el otro día.
“El cuerpo
masculino está lleno de defectos, los hombres morimos antes, tenemos
enfermedades que las mujeres no tienen, porque son perfectas. El hombre es una
versión imperfecta de la mujer.”
De pronto se abre
la puerta del fondo y nuestras valijas caen en el cruce de la Sexta Avenida y
la 49. Un estrépito que hace gritar a todos. Se detiene el tráfico, viene gente
a ayudar con la recuperación de las valijas.
Por suerte ninguna se abrió. A esta altura todos estamos nerviosos.
“Vamos a John F
Kennedy, ¿verdad? pregunta luego de que sube el penúltimo pasajero, también con
cara de fastidio. Nooo!, gritamos todos. Él consulta su celular y nos da la
razón. Sarah pregunta si falta mucho para llegar. Los demás tenemos mucho
tiempo antes del vuelo, pero ella no.
Se detiene otra
vez en la First Avenue, baja a la vereda y llama a sus jefes. No le resulta
fácil comprender las instrucciones, pide que le repitan, y dice que no le
habían dicho eso. Mientras habla se saca el gorro y lo tira al aire, lo baraja
y lo tira otra vez, como un malabarista.
Al parecer el último pasajero se fue por su cuenta, aburrido de esperar.
Finalmente llegamos, aliviados, al aeropuerto. Casi dos horas por unos pocos kilómetros. La próxima vez tomo el metro. Menos emoción, pero más confiable!
Llegamos a Valizas bajo una lluvia fuerte y abundante.
Yo tenía una idea vaga de dónde se ubicaba el rancho. El mapa, que no había podido estudiar, estaba prolijamente guardado en la valija, y dadas las circunstancias, no era posible consultarlo. Tampoco teníamos el teléfono de los dueños.
Ante cada charco (es decir, salpicón), ante cada atasco de
las valijas en el pedregullo mojado, él preguntaba: ¿falta mucho? ¿Estás segura
de que vamos bien? Y yo no podía responder con sinceridad, porque no lo sabía.
A pesar de todo, llegamos. Cuando estábamos decididos a
resistir hasta el otro día con un sobre de sopa instantánea y dos de té de
hierbas- todas nuestras provisiones- salió el sol.
Este nos acompañó durante casi toda nuestra estadía, y nos
permitió disfrutar de la playa tanto de mañana como de tarde. Algo inusual y
maravilloso en el cambiante clima uruguayo.
Los primeros tres días fueron de reposo total: dormir el
máximo, hacer el mínimo, ir y volver de la playa y ausencia total de toda actividad
intelectual o creativa.
Bajo el alero había
una hamaca paraguaya, y tendida allí veía ondular las plantas del bañado, lo
que era más que suficiente para cubrir mis necesidades de diversión.
Para él, sin embargo, descansar implica poner la mente en asuntos diversos a los que trata habitualmente. Se llevó un par de cursos intensivos de inglés y el Manual de conducción defensiva.
Así fue que mi pacífico pendular en la hamaca, o mi estática contemplación del universo ( intercalados con sorbidos de mate por las mañanas) se combinaron con frases como: el peatón no siempre tiene preferencia en las esquinas, hay una fórmula para calcular la disminución del campo visual, el acompañante tendría que usar ropas claras en los viajes por carretera, y demás.
Hace ya muchos años que decidí no manejar, por lo tanto todo
el conocimiento relativo a esa actividad me resulta inútil y no era necesario
mucho esfuerzo para oírlo como quien oye llover.
Con el inglés las cosas fueron algo diferentes. Es cierto
que tengo un dominio aceptable de ese idioma, pero también es cierto que estoy
lejos de ser una experta en palabras difíciles y de poco uso como “clamps” “
astride” “rudder” o “photoling”.
Es así que lo que comenzó con sencillas respuestas como “chair”
“pencil” “fear” “stage” se convirtió en un ejercicio que obligaba a mi
conciencia a bucear largamente en mi debilitada memoria para encontrar por allí
alguna de las extrañas palabras que se necesitan para compenetrarse con el
idioma imperial.
Demás está decir que a la mitad del curso 4, capítulo 7,
coincidiendo con un precioso mediodía de sol, cuando las chicharras nos
bendecían con su canto, se produjo un intercambio de opiniones respecto a lo
que para cada uno representaban las vacaciones.
En éste no hubo acuerdo en ninguno de los temas tratados.
Cariño y tolerancia
permitieron, sin embargo, acordar una tregua en la cual la asistencia
idiomática se limitó a una hora diaria, después de la caída del sol.
Estábamos en un lindo rancho de madera y piedra, por donde el viento circulaba libremente, así como la arena, cucarachas, arañas, hormigas, mosquitos y moscas. Algunos cascarudos caían desde el techo de paja, y las ranas intentaban colarse si dejábamos la puerta abierta por las noches. Una tarde entró una pequeña ratonera. También nos visitaba la perra de algún vecino, a la que invitábamos con algo de comida.
Esta presencia de animales- en su mayoría no domésticos-, propia de un balneario más o menos virgen como Valizas, lo inquietaba. Con la ayuda de espirales, repelente e insecticida en spray, sobrellevó sin mayores problemas la superpoblación de insectos, pero una noche sucedió algo imprevisto.
De madrugada tuve que ir al baño, y bajé la escalera sin
lentes. Alcancé a vislumbrar una forma grisácea que se escondió en el baño. Me
detuve y grité pidiendo ayuda, y él, somnoliento pero con lentes, acudió de
inmediato. Debe ser una rana, dijo. Pero
apenas se asomó al baño, gritó también él y cerró la puerta de un golpe.
– Es una rata.
Resolvimos dejar la puerta cerrada y esperar hasta la mañana
siguiente.
A la luz del sol, trepados cada uno en una silla y armados con una escoba y un lampazo, abrimos la puerta. No había nada. Revisamos cuidadosamente el baño y no había señal de animal alguno. Se fue por donde vino, pensamos, y limpiamos y desinfectamos todo el baño, desechando papel higiénico, cepillos de dientes y jabón que habían estado expuestos al contacto de la desaparecida rata.Asunto concluido.
Camino a la playa comprobé que era así para mí, dispuesta a aceptar sin muchos cuestionamientos los misterios de la existencia. Para una mente analítica, necesitada de explicaciones racionales sobre los acontecimientos, era todo lo contrario.
¿Por dónde habrá
salido? Se preguntaba él. La puerta y la ventana del baño estaban cerradas.
¿Habrá sido por el
inodoro? ¿Por alguna hendija del techo? ¿Por debajo de la puerta?
Qué importa? argumentaba
yo. Lo importante es que se fue.
Sí, pero ¿Por dónde?
insistía él.
Al regreso, mientras yo cocinaba, él examinó el baño una vez más.
Volvió decepcionado. No había encontrado ningún lugar por donde el animal pudiese haber escapado. Como para mí eso no tenía importancia, lo dejé especular sobre la elasticidad de las ratas, sobre la percepción equivocada que uno tiene cuando está medio dormido, y que tal vez hubiese sido una sombra, una víbora, y otras elucubraciones por el estilo. Pero el espíritu científico no da tregua, y a la hora de la siesta apareció la verdad.
La encontré, me dijo luego de cerrar tras suyo la puerta del baño.
Detrás del caño de la cisterna había un pequeño hueco entre los bloques de la pared. Allí estaba. Era una pequeña comadreja. Su blanco y tierno hocico apenas se veía, y tras él un par de ojitos negros, redondos y asustados, nos miraban fijamente. Volvimos a cerrar la puerta del baño, y a deliberar.
El racional analista tenía un
corazón tierno, y la emotiva irracional, un sentido práctico.
–No quiero matarla, dijo, y yo estuve de acuerdo.
–Tendríamos que romper la pared del lado de afuera para permitirle salir, sugirió.
–De ninguna manera, le dije-. ¿Cómo vamos a romper una pared ajena? ¿Cómo se lo explico a Jimena? (la dueña).
– Intentemos conseguir el teléfono y le explicamos. Yo le hablo.
Imaginé a Jimena, con una niña de
ocho años sin escuela, un niño de cuatro en el jardín de infantes, un trabajo
recién estrenado, un perro y una tortuga que atender, un montón de cuentas a
pagar, en Montevideo, a las cuatro y media de la tarde de un día caluroso. Todo
eso me dictó la única respuesta posible: No.
El era partidario de encontrar
algún método para forzar al animal a dejar su escondite y yo de optar porque el
mismo se fuera por voluntad propia.
Una de sus sugerencias fue dar
pequeños golpes del otro lado de la pared, pero esto fue descartado porque
asustaría a la comadreja. También podía agrandarse un poco más el agujero para
que ella saliera con comodidad, pero eso dependía de que en el pueblo hubiese
una ferretería para poder reparar el daño en la pared.
Acordamos una solución
provisoria: abrir la ventana, ubicar un tablón de modo que se pudiese trepar al
mismo y escapar, y dejar a los pies de éste un tentador pedazo de manzana.
Al volver de la playa, la manzana
había desaparecido y con ella, la comadreja. Afortunadamente no aparecieron
otras preguntas como ¿y si se escondió en
otro lugar del rancho? ¿la habrá comido otro animal? ¿Se habrá ahogado en el
inodoro?
Antes de acostarnos, luego de
encender los espirales y embadurnarnos de repelente, mientras sacudíamos la
sábana para eliminar la arena que dificultaba el sueño, él me preguntó, con
algo de timidez:
Camino al hotel desde el aeropuerto de Santiago, atravesamos un túnel larguísimo, y para resistir la claustrofobia le comenté al conductor del taxi que nunca había visto uno igual.
Es el túnel más largo de América Latina- me dijo, con evidente orgullo, enfatizando el más.
Esa fue la puerta para enumerar la cantidad de cosas más grandes de la región, de Sudamérica y del mundo que hay en Santiago de Chile. El shopping center, por ejemplo. La autopista. Las ventanas de un edificio.
Camino a un barrio elegante como Vitacura, son visibles amplias calles que se entrecruzan en distintos niveles, todas atiborradas de vehículos veloces, pocos de ellos públicos. Muchos árboles los rodean, en un esfuerzo por combatir el estado irrespirable del aire, empozado entre la cordillera y el mar. Me pregunto si el conductor orgulloso vive en un lugar así, o en otro, invisible a los turistas que circulan en el micromundo bello del capitalismo triunfante.
La ciudad que recibe al turista se ve limpia, tanto de basura como de pobres. El centro histórico tiene aún una plaza llamada de Armas, lo que resulta algo amenazador, y como está rodeada de viejos edificios cuadrados, grises y fríos, la sensación se agudiza.
El palacio de la Moneda sigue el mismo estilo siglo XVIII, con una gran explanada frontal, y el multicolor Centro Cultural en uno de sus costados es atractivo con sus líneas modernas y abiertas. En un pedestal alto hay una estatua de Salvador Allende, al que ya muchos no recuerdan.
Un grupo de inmigrantes haitianos, y otro de peruanos, comparten un sector de la plaza de Armas, pero cada uno en una zona diferente.
Curiosamente, en un momento de distracción de las autoridades encargadas de supervisar el patrimonio arquitectónico, surgió en el panorama neocolonial un monstruo también visible en otras partes de la ciudad; el infaltable rascacielos de vidrio celeste.
Esa línea arquitectónica conquistó la mayor parte del sector bancario y empresarial de la ciudad, donde según dicen, a la hora del almuerzo, cuando los empleados salen por un rato al aire libre, se oye hablar más en inglés que en español. Hay pequeñas variaciones en los edificios: unos levemente inclinados, otros más anchos que largos, pero todos, invariablemente, de vidrio celeste y líneas rectas.
En la coqueta y extensa colección de restaurantes se hablan también otros idiomas, y el precio exigido por cada plato parece un método seguro para no recibir visitas indeseadas. Se ven personas muy prolijas y amables por todas partes, incluyendo los mozos.
Los varios parques de la ciudad, las callecitas con cafés y librerías atractivas hacen de Santiago una ciudad agradable, en contraste con el paraíso consumista del super shopping en el Parque Arauco ( el más grande del cono sur, según el chofer).
Hay un mercado que mezcla puestos de venta de mariscos con locales gastronómicos, y el precio de la centolla, un recurso nativo, equivale a una semana del sueldo mínimo nacional. El mozo, diestro en manejar al extraño animal, confiesa su felicidad por la presidencia de Piñera. Por fin un hombre que se hace cargo de las cosas, dice, ignorando las grandes diferencias de ingreso, los monopolios, la concentración económica y demás asuntos que sin duda inquietan a otros de su clase.
Por la noche, desde el piso 16, se escuchan ruidos abajo: están construyendo un empalme para dos avenidas, y no descansan ni un minuto. Varios turnos de trabajadores se suceden, algunos bajo grandes y potentes focos que iluminan la tierra abierta. Unos cavan y otros plantan arbolitos.
La chilena Elvira Hernández ganó el premio Iberoamericano de poesía 2018. Pienso que este nombramiento alegró a algunos y preocupó a otros. No porque la poesía, ni siquiera la suya, tenga algún impacto significativo sobre la sociedad ( aunque Bandera de Chile, escrita clandestinamente durante la dictadura de Pinochet, tuvo una repercusión muy grande en su momento). Es que Elvira Hernández es un seudónimo. Pienso en los prolijos funcionarios, en las formales funcionarias que tuvieron relación con la parte administrativa del premio.
¿Cómo podían estar seguros de a quién pagarle el dinero asignado? ¿Qué certeza podían tener ante una persona que no tiene un documento de identidad, un grupo sanguíneo, una dirección electrónica, un celular, un trayecto habitual marcado por una tarjeta magnética, una cuenta bancaria a su nombre, una lista de galletitas preferidas? Quizás esto dio lugar a largas discusiones, a la búsqueda de opiniones legales, a documentos timbrados. Las dudas recorrieron la pulcra distancia entre los edificios de vidrio celeste, donde hay poco lugar para la poesía.
Elvira, la que está detrás de su nombre, se reiría: ella siempre desconfió de las clasificaciones, de las certificaciones. Quizás de ella podría haber dicho el chofer, la más grande poeta iberoamericana, pero no lo hizo.
Dos largos y amplios corredores se extienden a ambos lados de la puerta de entrada, y por sus grandes ventanas entra la luz de la mañana. Allí se sentaban, ochenta años atrás, las habitantes originales de lo que hoy es una policlínica barrial. Quizás en los mismos bancos donde tejían o bordaban, hoy, en nuestra condición de pacientes, esperamos la llegada de los médicos.
En la primera mitad del siglo, una congregación católica hoy desaparecida hizo construir un refugio para señoras solas, sobrio, ascético y cómodo. Aquellas mujeres sin familia o sirvientes que las atendiesen encontraban refugio allí, y contaban, según su condición y posibilidades financieras, con una habitación propia o compartida. Los corredores eran de uso común, y desde ellos, las habitantes del lugar miraban el estrecho jardín delantero, veían pasar a los vecinos del barrio, intercambiaban noticias, se contaban sus impresiones sobre asuntos de la vida y la muerte.
Hoy somos desconocidos los que hacemos lo posible por sobrevivir a la espera. La mayoría son mujeres, todas por encima de los cincuenta años, como quienes vivían acá un siglo atrás. A diferencia de ellas, que ya se conocían, hoy hace falta romper el hielo, y el frío y la lluvia anunciados para la tarde aportan la ocasión.
Los que llegan preguntan por qué número va, y aunque desde los consultorios se llama por el nombre, la vieja costumbre del orden se impone y tranquiliza a los que deben esperar. Una mujer se marea y dice que es del campo, por eso el aire viciado de la ciudad y el movimiento del ómnibus le han hecho mal. La enfermera la lleva a un consultorio vacío y al rato vuelve, ya repuesta, no sabemos si por la coca cola o una pequeña siesta.
El peregrinaje en busca de medicamentos es constante. Se arman colas en las ventanillas de la farmacia y, luego de pagar un importe que siempre merece exclamaciones de protesta, cada cual se va con su bolsita de cajas aplanadas. Para muchos, la vida no es tal sin una buena colección de pastillas, que al llegar a casa ubicarán en cajitas de plástico con compartimientos para cada hora del día. Se vive más, sí, pero el costo es tragar diariamente una considerable dosis de químicos, para beneplácito de los dueños de las grandes compañías farmacéuticas. Por el tono de las conversaciones, me pregunto si en el pasado las enfermedades y malestares ocupaban un lugar tan importante. Parece que algunas personas viven para contar sus molestias, sean del estómago, los huesos o la piel. Las cuentan con pasión y logran ser escuchadas con atención expectante por quienes acechan una pausa donde introducir las suyas propias. El clima interno, con sus tormentas en el estómago y sus sequías en los cartílagos es mucho más interesante como tema de conversación que las amenazas generales y concretas del que sucede por fuera. El cambio climático se recibe con resignación y algún comentario sobre la pérdida de estabilidad de las estaciones. En esto también se dice que antes todo era mejor.
Llega un filósofo desgreñado, que luego de informarse sobre el consultorio en el que lo atenderán, comienza a dar sus opiniones sobre la espera y la soledad, la conducta humana y animal. Su tono es de conferencista radial, entre soberbio y campechano. Hace preguntas a los que se encuentran a uno y otro lado. Rápidamente consigue la atención de su pequeña audiencia y llega mi turno sin que pueda terminar de escuchar su lección del día.
El antiguo edificio del Banco de Previsión Social, en la calle Colonia, tiene una gran explanada que se extiende frente a su puerta principal. Hace muchos años, esa explanada albergaba largas colas de ancianos que, durante varias horas cada mes, esperaban su turno para cobrar la jubilación. Muchas líneas de ómnibus pasaban por allí, a veces dando grandes rodeos para llegar desde Colón o el Paso de la Arena a la Ciudad Vieja, con el objetivo de facilitar la visita mensual al lugar de cobro de tanta gente.
La informática, la inclusión financiera y la tercerización hicieron desaparecer aquellas largas colas de gente resignada, a veces enferma, y su consecuente séquito de acompañantes y de ladrones.
El sitio se ha transformado, en parte, en una placita con juegos infantiles y unos pocos bancos largos donde almuerzan los oficinistas de los alrededores.
Una pareja discute, otra parece ultimar los detalles de una actividad importante, una chica se concentra en la lectura de las propiedades de la suma mientras come un alfajor, una señora mayor aprovecha el escaso sol y teje una pieza delicada con agujas finísimas, un policía bebe un jugo de cajita. Un señor muy serio pasea con su perro minúsculo. El vendedor de tapones para caravanas ofrece a viva voz su producto mientras camina por la cuadra, y dice a quienes le compran que su puesto, que consiste en él y su bolso con el producto, se ubica siempre a la altura de 18 de julio, pero a causa del frío ha bajado una cuadra hacia el norte. ¨Ya en setiembre me encuentran otra vez allá¨, dice, anticipando un invierno corto.
La vieja explanada se ha convertido en un lugar de reposo y juego, alegres sustitutos de la incomodidad y la espera.
No todo el espacio pasó a un democrático destino: gran parte de la explanada se transformó en rectángulos de pasto cercados, lo que permite el solaz de la mirada, y no el de otros sentidos. El viejo monumento al canillita, oficio que casi nadie recuerda, está convenientemente protegido del acercamiento, indebido o no.
Otra gran porción de la antigua sala de espera al aire libre ha sido convertida en estacionamiento para los vehículos de algunos funcionarios. Miro las rayas pintadas en el piso, manchadas de aceite y marcas de neumáticos. La comodidad de algunos afea el paisaje, como lo hace, en otros barrios, la incomodidad de muchos. Desde lejos miro ambas porciones: ocupan más o menos el mismo espacio. Ocho lugares para automóviles que no siempre están allí miden y pesan lo mismo que un espacio de juegos infantiles y descanso.
Camino con temor entre los autos que entran y los que salen, sin entender cuál es la ruta correcta. Fastidio al cuidacoches que con una mano me hace señas de apartarme y con la otra da vía libre a los conductores. Como todo estacionamiento, tiene momentos de gran quietud. Los potentes motores duermen más tiempo que los gatos. Se detienen temprano en la mañana y no vuelven a moverse hasta el fin de la jornada laboral. Miles de dólares inmovilizados e improductivos, diría un economista actual, y el ecologista estaría de acuerdo.
Me sorprendo ante el tamaño de algunos automóviles, largos, anchos y altos. ¿Qué virtudes tendrán sus dueños, proyectadas en el volumen de sus vehículos ostentosos, demasiado grandes para el estacionamiento privado, que sin vergüenza alguna rebasan por ambos lados las estrechas franjas asignadas, por algún reglamento interno, a las mayores jerarquías? ¿Será que el orgullo de la propiedad espanta la incomodidad de ser como un elefante en el bazar, cuando circulan por las antiguas y estrechas calles de Montevideo?
En la vereda de enfrente, la feria de los techitos verdes, que tantas resistencias levantó en su momento, languidece por la humedad y el frío de las recientes semanas. Las tormentas han agredido los techos de lata, y se ven piedras y trozos de ladrillo encima de algunas casillas, protegiéndolas del viento.
Hoy ha salido el sol, y los feriantes se ven contentos, recostados contra la franja luminosa, compartiendo mate y anécdotas. Mujeres reales, de pelo desarreglado y championes gastados, se sientan en sillas de plástico mientras el público pasa frente a su mercadería: calzas que se ofrecen sobre tiesos culos de utilería, que prometen lucir espléndida si pagas los pocos cientos de pesos que indican los carteles de cartón, escritos a mano. Hay también esféricos soutiens de colores estridentes, tangas sugerentes e incómodas, que anticipan noches de pasión. Jóvenes de locos peinados se ríen con la inocencia de su edad, aferrados a sus bicicletas de reparto. Un cuidacoches se da una vuelta para conversar, mientras revolea su palito de plástico rojo. Algunos liceales estudian con atención los agujeros en las piernas de los vaqueros colgados en una percha, en los que el blanco que rodea cada rotura contrasta con el azul nuevo del resto de las prendas. Quizás no adviertan que sus pantalones comprados sin uso hace un par de años lucen hoy más auténticos que los que pretenden comprar ahora, bajo protestas de progenitores más cuidadosos en el arte de cuidar la plata.
Tres amplios carros de chorizos, hamburguesas y panchos se reparten dos de las cuatro esquinas, y ofrecen un paraíso de pickles, salsas, hongos en escabeche, lechuga y tomate. Los consumidores de la zona no parecen sensibles a la nueva corriente de la comida sana, y disfrutan del chorizo cyber con todo y la hamburguesa power doble completa, lo que indica cierta actualización de las ofertas, o quizás apenas del lenguaje empleado.
Un vendedor de figuritas del mundial, un mes después de terminado el campeonato, ofrece aún su mercadería y lo que es más curioso, tiene varios clientes.
Una muchacha a cargo de un puesto de ropa para niños se queja de que las cosas no son como antes, pero me quedo sin saber si habla de economía, de moda o cambio climático.
Las líneas de ómnibus no han cambiado su recorrido, pero la zona es aún un centro comercial, y son muchos los pasajeros que bajan y suben en los alrededores. Una gran torre de apartamentos, aún sin terminar, promete nuevos clientes para los sufridos comerciantes de la humilde galería a cielo abierto.
Quizás la plaza quede chica, y alguien decida que no habrá espacio para el estacionamiento.
BOLEADORAS Venta económica, dice el cartel escrito con pincel fino sobre los restos de una estantería. Los vidrios opacos dejan ver lámparas oxidadas, vasos recubiertos de láminas brillantes, destinadas a desaparecer con el primer lavado, que luego de varias décadas de espera, aún no ha llegado.
Copas que jamás salieron de la vitrina de la abuela, grandes tenedores de alpaca, jarras con dibujos de damas en miriñaque y caballeros con trenzas de fantasía: todos ostentan la tristeza de haber sido abandonados por sus dueños, que murieron sin haberlos usado.
A la vuelta de la esquina, armados en columnas, esbeltos frascos de plástico rellenos de líquido azul, rojo y verde invitan a la compra, prometen un futuro de limpieza absoluta y se ofrecen a un precio seductor.
¿Podrá aquel trozo de boleadora, piedra cilíndrica donde ojos expertos hallaron un leve tallado, quebrar la vitrina de los objetos descartados, franquear la puerta que custodia los jabones que dan brillo, y dar a la mano que la aferra el consuelo de una hamburguesa o el deleite de la droga?
Forradas de cuero desnudo, las parientas elegantes de la piedra original descansan en su nido de trenzas prolijísimas, curtidas por el sudor de palmas que no se rasgaron al soltarlas.
Se enredaron en patas de ñandúes, vacas salvajes y caballos fugitivos cuya sangre calmó la sed, cuyas vísceras dieron aliento a quien desenredó los tientos. El que vino detrás, a pie y descalzo, aplacó su hambre peleando con las moscas sobre los huesos descarnados.
Quizás, cuero y piedra, su abrazo fatal detuvo la huída del desesperado, fracturó el cráneo de quien su dueño llamaba enemigo, rival, o forastero. ¿Amenazaron al amante, la hermana, el niño, la india, el esclavo? ¿Velaron el sueño del que cruzó el alambrado, se apropió del ganado, desafió al poder? ¿Fueron regalo de casamiento, botín de asalto, herencia de artesano?
Rutas de sangre y dinero las trajeron hasta aquí, número en una lista, código asignado, pacto de precio. La mano curvada que las resguardó en su origen merodea, quizás, en otras manos detrás de la puerta, del cerrojo y la alarma encendida.
MÁSCARAS ( texto inspirado en una máscara peruana)
No quiero llorar. Fue fácil resistir el llanto cuando, él, ya vestido para la fiesta, detuvo mi mano que buscaba la máscara sobre el ropero. Fue su voz la que me paralizó, no su fuerza:
La usaré yo. Te la voy a cuidar, dijo
Pero es mía….
Te la devolveré después de la fiesta. ¿Vamos?
Mi vestido y mis enaguas estaban prontos desde la mañana. Mis zapatos, pagados en cuotas, esperaban mis pies para estrenarse, mis pies restregados y sin huellas de la tierra que siempre los rodea, como un calcetín oscuro. Mi pelo, lavado con agua de lluvia y jugo de limón, flotaba a mi espalda, sin el cotidiano sostén de las trenzas.
Miré el lápiz labial, los polvos rosáceos y el frasco de perfume sobre la mesa de luz.
No, contesté. Miro desde acá.
Mejor, dijo él. Se ve más claro, y yo me quedo más tranquilo.
El chasquido de la llave en la cerradura abrió las puertas de mi llanto. Sin testigos, podría librarme de las lágrimas, que me oprimían como un canasto demasiado pesado sobre mi cabeza.
Pero no quiero llorar.
Mi máscara de China Supay, que tanta alegría me dio cuando me la trajo, envuelta en una bolsa de plástico blanca, a través de la cual se marcaban sus cuernitos y sus pestañas, ya no era mía.
A su regreso, en la madrugada, tendrá las huellas de su sudor y no las mías, las marcas de sus dedos sobre las cejas, los ojos chuecos, la boca desgarrada y las mejillas chamuscadas por los fuegos artificiales. Tendrá el olor del pisco, del cilantro, del humo.
No quiero llorar.
¿Por qué le has pedido esa, precisamente esa? Preguntaron mis hermanas y primas. Tú eres buena, mujer de un solo hombre, dijeron, no como ella, que provoca, seduce y abandona. Hubieses elegido otra máscara, más parecida a ti.
Tú eres linda sin necesidad de la boca roja, dijo él.
Por una noche, por la mitad de una sola noche, hubiese querido tener los ojos redondos, no rasgados, celestes, no oscuros, el pelo enrulado y rojo, no lacio, para poder buscar y no ser buscada, para provocar y no ser provocada.
Soñé con eso durante noches y días. Ni siquiera pude probármela, porque para ello esperé este momento que no es.
Por el resto de mi vida, al ver una igual, en el mercado o el museo, pensaré que es como la mía, jamás tocada, impecable, ajena al placer que no viví.
Texto leído en el Museo de Arte Precolombino e Indígena, el 20 de mayo del 2017
Las estadísticas son escudriñadas con ansiedad por opositores y oficialistas: complejos cálculos intentan demostrar que lo que parece bien, está mal, o lo que parece mal, es positivo. En ese universo de datos que pocos verifican y analizan, el estado de la economía ocupa un lugar relevante. Se habla de crisis desde hace varios meses, a veces en voz alta, otras tenuemente. De las ventas al por menor, las importaciones, el ahorro, la relación con los países vecinos y otras variables macro, que significa en gran escala.
Para el pasajero habitual del transporte público hay otro termómetro tan certero como el más aceptado de los indicadores de desempleo: la cantidad de músicos ambulantes. Y también la calidad de los mismos, ya que muchos, sin dotes para la música, intentan ganar su jornal a costas de ésta. En la mañana del viernes, el 191 recibió la visita de un cantor y guitarrista con una armónica colgada al cuello, de modo que entre una estrofa y otra soplaba por ella haciéndola emitir sonidos tan lejanos a la armonía tonal que podrían ser parte de un experimento de ruptura académica. Al hombre le faltaban algunos dientes, lo que dificultaba su dicción, y lo que sorprendió fue que su repertorio fuesen canciones de Darnauchans, esteta decadente como lo nombra un graffiti.
Luego subió una chica de hermosa voz que cantó un tema de Frozen, un joven guitarrista se atrevió con Zitarroza, dos adolescentes hicieron hip hop con palabras de los viajeros, y un serio cantor de lentes oscuros, en su cincuentena, recreó una canción del primer disco de León Gieco, Si ves a mi padre, con tanto Dylan adentro.
En total, cinco músicos en un solo viaje.
A la noche, y como todas las noches, el regreso desde el Cerro o el Paso de la Arena es pródigo en vendedores de golosinas, con voces roncas por la repetición de su cantilena a través de la ciudad. Por algún motivo quizás relacionado con las importaciones, los productos se ofrecen por rachas: algunas semanas hay chocolates, otras pastillas de goma. Una noche conté siete vendedores en el trayecto entre Portugal y Tajes. Los precios son tan bajos que es difícil resistirse, siempre es mejor tener una pastillita para ocasiones de hambre inesperada o tos rebelde. A estos mercaderes debe agregarse el que ofrecía, con tono suplicante, medias en grupos de a tres y guantes de mujer, extraídos del mismo bolso colorido que tienen todos los demás vendedores ambulantes del ramo. Fundas para tarjeta de transporte, rompecabezas infantiles y aromatizadores de bolsillo completan la oferta de este universo mercantil informal y trashumante. Su crecimiento es alimentado por la desocupación, me inclino a pensar, aunque las últimas estadísticas indican una disminución de la misma en el 0, 4% en el último mes. Quizás sea posible traducir esto al número de músicos y carameleros rodantes…..
Si reaparecen los niños, vendiendo o pidiendo, será que la crisis se ha instalado, me digo con algo de cinismo y mucha desolación.
Me reaniman los afiches caseros pegados en las paradas. Entre los que ofrecen fletes a cualquier lugar del universo, trabajos maravillosos con sueldos gerenciales, cuotas de terrenos al precio de un par de zapatos, aparecen los que más me sorprenden: las soluciones mágicas a los problemas emocionales. Un pai promete trabajos para el “retorno de la persona amada” sin especificar si es desde el desamor, un país extranjero o el reino de los muertos; un sticker dice que el Tarot es la mejor opción para salir de dudas, aclarando en letras más pequeñas: asuntos laborales, familiares, de pareja. Esta disciplina tiene buenos creadores de slogans, otro cartelito, en un intento de atrapar escépticos, dice Tarot, ¿por qué no?
El mayor puntaje se lo lleva un gran afiche pegado en los alrededores del Shopping: Dominadora del amor Es el título, y más abajo dice que solamente se debe pagar después de obtener el resultado, sin aclarar si éste debe ser positivo o uno negativo justifica también el cobro. Con pretensiones de mayor seriedad, aparecen terapeutas florales, sanadoras, y filósofos, utilizando el mecanismo de promoción económico que los árboles y paradas ofrecen. Habría que conocer el porcentaje de los que se lanzan tras estas opciones, y si el objeto principal de las consultas es la falta de trabajo o de amor, para intuir, casi con la precisión de otros indicadores, en qué etapa del ciclo económico nos encontramos.
Sarandí del Yi, Paraíso del mundo, dice ostentosamente la chapa de una camioneta 4X4 estacionada en una calle del pueblo. Parece una idea bastante modesta del paraíso, pienso mientras miro las casas bajas, humildes, muchas de ellas con jardines llenos de flores. O quizás sí, el paraíso sea eso, un pueblo tranquilo lejos de las carreteras, de las metrópolis.
El pueblo tiene casi 8.000 habitantes según las estadísticas. Se ubica en una zona netamente ganadera, y por el camino se ven muchas vacas y ovejas. También hay construcciones con forma de corredores de madera que suben hasta la altura del camión que se lleva el ganado hacia los mataderos. Pocas señales de vida más allá de la animal: ni pueblos ni caseríos, sólo alguna casa solitaria emerge en el paisaje verde y vacío.
La fiesta del cordero pesado consiste en un concurso de asado de, precisamente, un tipo de animal llamado así, cuando llega a cierto grado de madurez. Se inscriben competidores por grupo y un jurado los califica otorgando puntajes a varios aspectos, algunos directamente vinculados a lo gastronómico (tiempo de cocción, et) y otros aledaños como cantidad de involucrados, decoración del campamento, etc. Estos criterios se mantienen secretos para el público, aunque quizás sean murmurados al oído de los concursantes.
El sábado comienzan los preparativos de instalación de las parrillas, mientras alrededor se monta una feria con unos pocos puestos artesanales y muchísimos de mercadería china. Zapatillas hechas en el Paso Molino y chalecos tejidos en el pueblo compiten con bicicletas rosadas de plástico que giran interminablemente sobre un disco del tamaño de un plato. Monturas de caballo y rebenques se mezclan con repasadores, jarras transparentes, fundas de celular. Muchos puestos de venta de ropa, zapatos, juguetes, artículos para el hogar, bolsos, destornilladores.
Un gran escenario prometía un desfile de diversos estilos musicales, pero solamente un grupo de cumbia y otro de canciones melódicas intentaron sin demasiado éxito atrapar la atención de los concurrentes. Algunos puestos tienen discos de folkore sonando alto, pero no hay cantores con sus guitarras y acordeones ni coros espontáneos alrededor de los fogones, como cualquier desprevenido podría esperar.
Los turistas se distinguen de los locales por sacarse fotos frente al monumento al mate, única escultura que adorna el parque, y por lucir atuendos que los identifican con los grupos participantes del concurso. El acceso al río está alambrado, probablemente por seguridad, ya que la ingesta de alcohol puede provocar que alguien trastabille y termine en el agua.
La oferta gastronómica es bastante más tradicional: pasteles fritos, churros, quesos y vinos. Las tortas fritas exigen su lugar junto a los chivitos de cordero, los chorizos de cordero, y las milanesas de cordero.
Ni un solo puesto de café, pero sí de cerveza sin alcohol.
El sábado por la noche hubo un desfile de prendas de lana muy bonitas y elegantes. Sin embargo, las chicas del lugar lucían la ropa que se usa también en los suburbios montevideanos, que consiste en calzas ajustadas, casi siempre negras, y camisetas en distintas variaciones del animal print. Los hombres, en general, camisa a cuadros y jeans o versiones actualizadas de la tradicional bombacha de campo.
Hubo una competencia entre niños con corderitos que dio lugar a murmullos de protesta porque los premios se entregaron en función de los apellidos y no de las destrezas mostradas.
En el medio del predio había un corral lleno de corderos hacinados, esperando la muerte. Ellos fueron testigos del lento asar de sus congéneres, y de vez en cuando alguien piadoso les daba de beber. Me pregunto qué espero para hacerme vegetariana. A pocos metros de allí se dio una misa criolla, que incluyó algunas canciones de Ariel Ramírez y otras desconocidas, interpretadas con cierta disonancia por un pequeño grupo de seminaristas y fieles.
Una carrera de carretillas fue una de las pocas atracciones de la jornada del sábado, en un fin de semana con mucho humo y pocas atracciones más allá del paseo alrededor de las parrillas.
Amsterdam es tan ordenada, elegante, limpia, luce tan rica y feliz que duele un poco. Me recuerda a Dorotea, la ciudad invisible de Italo Calvino a la que llega Marco Polo, como a un remanso, luego de haber pasado toda una vida en el desierto. No cedo a la tentación de imaginar sus debilidades, que en alguna parte están ( En la estación de trenes vi un mendigo rubio y borracho, hurgando en la basura…)
La gente se trata con respeto, cortesía y naturalidad. El riesgo de una tormenta enorme que derribe el dique e inunde la ciudad no parece alterar a sus habitantes. Quizás tengan demasiada confianza en la capacidad humana de superar esas amenazas.
Las bicicletas y los tranvías llenan el espacio público, y obligan a estar atentos a sus distintas sendas y frecuencias para no ser atropellado. Hay bicicletas para dos y tres personas, otras que tienen un cajón adelante para llevar hasta dos niños, algunas eléctricas, para personas mayores, casi todas con alforjas a ambos lados de la rueda trasera. Vi una especie de bar que se movía con el pedaleo de sus ocho parroquianos. La variedad es grande, salvo en el color que es casi siempre negro. Para la sufrida habitante de una ciudad colonizada por los automóviles individuales, ver la maraña de bicicletas encadenadas en la entrada de la Estación Central y en todos los puentes y parques es emocionante. Es como descubrir que hay esperanzas de una mejor vida en las ciudades. Amsterdam es plana y bastante fresca, por lo que el sudor no representa un inconveniente como sucede en Montevideo.
Son pocos los automóviles y muchos los caminantes. Hay barcos que son casas, con plantas y antenas parabólicas. El laberinto de canales y calles que los bordean, unas curvas y otras rectas, atenta contra nuestra habitual cuadrícula hispánica, y nos confunde a cada momento. Por suerte están los tranvías ( limpios, cómodos, silenciosos) que nos llevan a algunas estaciones donde podemos ubicar nuestro lugar en el mapa.
Los edificios son invariablemente grises, marrones y bordó, con listones blancos bordeando las ventanas. Estas tienen un diseño que respeta una única proporción entre el ancho y el largo, lo que hace la visión bastante monótona. Los holandeses destacan la variedad de los frontones que coronan los delgados edificios, pero no resultan muy convincentes.
Todos los carteles están escritos sólo en su incomprensible idioma, lleno de k, j y t; pero la gente habla en inglés con los turistas.
En los canales nadan patos y cisnes. Se ven algunos gatos y pocos perros. Grandes parques refrescan del cemento y recuerdan que las ciudades permiten disfrutar del césped y los árboles.
Las distintas etnias parecen convivir pacífica e integradamente, lo cual refuerza la idea de que en este mundo no son tantas las barreras culturales como las económicas.
Hay tiendas elegantes, que este año ofrecen ropas oscuras para enfrentar el invierno, con precios de tres dígitos. En los mercados abiertos, a pocas cuadras, los precios no superan un dígito. Los productos chinos que invaden el mundo también se encuentran aquí: los pequeños coliseos en Roma, las pirámides aztecas en Mexico, los incas en Perú, acá son zuecos de todos los tamaños y con los mismos colores.
El museo Rikjs tiene una colección de cuadros hermosos que representan escenas de la vida cotidiana en la ciudad desde la Edad Media. Hay muchos paisajes campestres y navales, los últimos en general de guerra, porque no parece avergonzarles su pasado conquistador. Hay escenas con músicos, familiares y grupales, en fiestas o en almuerzos, que lucen divertidos y serenos. Me sorprende que los comentarios de estos cuadros incluyan siempre una advertencia moral, como si la felicidad sensual que da la música fuese el preámbulo de la decadencia y la disipación.
La plata de las entrañas del Perú se ve en las pequeñas caravanas, collares y anillos que cuelgan prolijamente en un exhibidor de cartón. El calendario inca, la cruz inca, el cuis, las líneas de Nasca y otros símbolos peruanos pretenden conquistar el interés de las turistas. Es rápida la conversión de soles a dólares, y viceversa. Es plata verdadera, no lata, dicen las vendedoras.
La misma plata, pienso, que atrajo a Pizarro y sus amigos hasta aquí, y que viajó a España dejando atrás tanta sangre derramada.
“Señorita, señorita, cómpreme”, dice la muchacha con insistencia. Cada vez que alguien decide una compra, el proceso recién empieza. Es imprescindible, parece creer la vendedora, que la “señorita” acepte comprar algo más. Doce dólares el conjunto de collar y caravanas es el precio final, luego de una larga resistencia.
El sol cae con fuerza sobre Cusco. El abrigo necesario en la mañana está demás al mediodía. La falta de aire pesa en las piernas y la cabeza. La capital del Tahuantinsuyo, diseñada por Pachacutec, luce latinoamericana. Sus edificios antiguos son españoles, y bajo ellos se esconden las poderosas piedras talladas por los incas. En las esquinas, acurrucadas junto a un cajón con cigarrillos y golosinas para los paseantes, las ancianas vendedoras se adormecen, envueltas en sus mantas coloridas.
El paisaje de las montañas alrededor de la ciudad ofrece una razón adicional para que Cusco fuese el centro del universo hace 600 años.
Nos sentamos a descansar en los escalones de la Plaza Mayor, y la vendedora de plata decide proseguir su tarea, sentada también.
Un poco fastidiada, le digo.
– Somos pobres, de Uruguay. Tienes que venderles a los europeos, que tienen dinero.
– Ellos no compran nada, señorita, nada. Ni una medallita pequeñita siquiera. Nos compran los argentinos, uruguayos, chilenos y un poco los brasileros.
Altos y rubios como extraterrestres entre la multitud de piel oscura y estatura baja, los turistas europeos caminan en hilera por las callecitas coloniales. Sus consejos para el viaje deben incluir, además del protector solar y la masticación de hojas de coca, no intimar con los locales, y comprar solamente en las tiendas oficiales, donde la alpaca reina y todo cuesta más de cien dólares.
Para los demás, incontables mercados donde se exhiben multicolores versiones de los textiles indígenas, hechos a máquina con fibra de acrílico. Los diseños incaicos están en los manteles, bolsos, bufandas, ponchos, sombreros, abrigos. Todos iguales, en todas partes. Un ajedrez donde las blancas son los españoles y las negras los incas incluye un pegotín que dice Made in China. En una tienda explican cómo distinguir la plata verdadera de la falsa, y en otra dicen que la lana de llama pica, y la de alpaca no. Lo más auténtico parecen ser los choclos hervidos, de color muy claro y granos enormes. Y el sonido dulce e incomprensible del quechua, que ellos usan para hablar entre sí, como un privilegio que los enorgullece y les da cierto poder sobre los demás.
Hoy como ayer, las peruanas cargan grandes bultos sobre sus espaldas: mercaderías, leña, alimentos, bebés, y hasta cabras para fotografiarse con quienes les den una moneda.
Los que hacen el camino a pie hasta Machu Picchu incluyen entre sus pertenencias la comida, la carpa y el abrigo para cuatro largos días. Todo eso, sin embargo, lo cargan los indígenas, como han hecho por milenios, hacia arriba y hacia abajo de la montaña. Bajo el imperio de los incas y de los españoles, y en el capitalismo, los nativos de estas tierras han llevado sobre sus espaldas toneladas de objetos día tras día, año tras año. La ley dice que no pueden cargar más de veinte quilos, pero es sabido que son muchos más. De todas formas, 20 kilos por día, durante 335 días (porque en febrero el camino está cerrado) son casi siete toneladas al año. El salario diario de los porteadores, que así los llaman, anda por los 12 dólares.
Si una momia tiene todo el esqueleto sano, sin duda era de la nobleza, explica el guía. No cargaba nada sobre sus espaldas…
La joven vendedora de muñecas está cansada y triste. Senorita, señorita, apenas murmura antes de sentarse en el muro del que fuera Koricancha, el mayor templo inca, que desde la conquista es un convento católico. Su canasta aún está llena y la apoya sobre la falda tradicional que usa como disfraz. Su novio, que vende guantes entre la multitud, se acerca a ella, le da la mano y le dice algo que no escucho, pero parece una frase de aliento. Ella continúa con la mirada baja, detenida sobre la muñeca de lana que pretende vender. Tiene su mismo vestido y sus mismas trenzas pero, a diferencia de ella, no debe recorrer la calle todo el día para ganarse el pan.
– Qué le pareció Machu Picchu, además de hermoso?
La pregunta me sorprendió en medio del acomodo de bolso, campera, guantes, papeles.
Encontré rápidamente la respuesta adecuada: sorprendente.
– Y qué más? Retrucó él.
– Grandioso, dije.
– ¿Y qué más? ¿No le parece raro que la hayan construido precisamente en ese lugar? ¿Si las piedras de que está hecha se encuentran en la montaña de enfrente? Es increíble.
– Sí, es admirable, una cultura con recursos que hoy no podemos imaginar.
– Extraterrestres -concluyó él. -Sólo ellos pudieron transportar esas enormes piedras.
No me atreví a contradecirlo. Me esperaba un viaje de cuarenta y cinco minutos, y deseaba que fuese tranquilo y placentero. Los adoradores de E.T, por otra parte, son difíciles de convencer.
– Es raro que hicieran esas obras de ingeniería sin conocer la escritura, dije.
– Eso dicen todos, pero ¡pobres incas! ¿por qué pensar que la escritura es todo? Se comunicaban telepáticamente. Todo el mundo les achaca no saber escribir.
Lamenté estar en ese grupo, y creí haber ofendido a sus ancestros, aun buscando ser amable con ellos. Afuera, las luces de la ciudad dominaban todo el espacio, anuncios comerciales, restaurantes, academias.
– No lo digo como una carencia, sino como algo raro para nosotros. Por otra parte, hoy visité las ruinas de Huaca Pucllana, acá en Lima. Otra civilización admirable.
– Nunca fui- confesó- Las he visto al pasar. ¿Y qué dijo el guía de ella? Porque la mayor parte de las cosas que dicen los guías son inventadas. ¿Sabían escribir?
– No, pero sus construcciones son antisísmicas. Hicieron pequeños ladrillos de adobe que ubicaron vertical, y no horizontalmente, en las paredes. El guía nos dijo que cada 300 años hay un terremoto con epicentro en Lima. Y que este año tendría que haber uno.
– ¿No me diga? Yo no sabía nada. ¿Cómo es posible? No nos informan. No puede ser que un turista sepa y nosotros que vivimos acá no. Es increíble!
– ¿No vio esos cartelitos en verde con la letra S? ¿Y en las plazas donde dice Zona de encuentro? Son por si sucede el terremoto.
– Espere, espere, no fue en 1715 el terremoto, sino en 1746. Así que falta todavía para los 300 años. ¿No le dije que todos los guías mienten? Es increíble!
El cómodo automóvil avanzaba por las avenidas limeñas a la velocidad de una góndola por Venecia. El mismo ritmo de los demás automóviles, combis, ómnibus, y por supuesto, como en otras ciudades de Latinoamérica, las ostentosas 4*4 ocupando más espacio y llevando menos personas que los demás vehículos. Faltaban las motos para que fuese una visión futurista de Montevideo.
El paisaje no era el de antiguos edificios manchados por el agua de milenios, sino las paredes de cemento de las autopistas, sobre las que los carteles de neón marcaban hitos geográficos de la ciudad. Ya en la periferia, las calles más angostas no tenían menos tráfico, pero se veían pequeños negocios, supermercados de barrio, restaurantes, talleres.
– Es muy rica la comida peruana-dije.
– ¿Qué comió?
– Ceviche, maíz hervido, papas a la huancaína, seco de carne con cilantro, escabeche de pollo, quinoa. Todo muy rico.
– Muy rico, salvo el cilantro. Odio el cilantro, y lamentablemente está en más de la mitad de las comidas peruanas. Es increíble!
Me incliné por los aspectos menos gustativos de la culinaria.
– Escuché en la radio que un restaurante peruano tiene el puesto segundo o tercero a nivel mundial, y es considerado el mejor en América Latina.
– Eso son payasadas. ¿Cómo puede saberse cuál es el mejor restaurante del mundo? No se puede medir. Son cosas de la publicidad.
– Es cierto, pero al Perú le sirve, internacionalmente, tener un título así.
– Solo sirve para que suban los precios para los pobres peruanos. Mire lo que pasó con la quinua, ahora los indios no la pueden comer. Increíble!
– Es una pena, realmente.
El viaje iba por el minuto cincuenta y tres. Ni rastros del aeropuerto. Ningún cartel indicador. Entre la maraña de vehículos, ninguno parecía llevar valijas de turista.
– Lo único que no probé fue chicha.
– ¿Cóoomo? ¿No probó la chicha? Increíble! No puede pasar por Perú y no probar la chicha.
– No encontré, no tuve tiempo de buscar, dije.
El auto viró a la derecha en la siguiente bocacalle, apartándose del camino por el que íbamos. Recorrió velozmente tres cuadras de calles oscuras hasta desembocar en una estación de servicio. Bajó y conversó brevemente con la chica a cargo de poner el combustible.
Volvió con una sonrisa y una botella de un líquido oscuro que presentó como chicha. La bebí con sed y entusiasmo, y elogié su sabor dulzón. No había tenido tiempo de cenar, y la chicha me calmó el hambre.
Volvimos al camino. Después de diez minutos de silencio, aparecieron los carteles del aeropuerto y me sentí aliviada, a pesar de que el viaje llevaba ya más del doble del tiempo estimado. El tránsito era igualmente lento, la calle estaba llena de camionetas con gente apretujada, regresando del trabajo, y de automóviles particulares con pasajeros como yo.
-¿Usted fuma?
– No, dije.
– Y su esposo?
– Tampoco. Fumaba, pero dejó hace años, por suerte.
También en Lima suena más elegante preguntar algún detalle que directamente interesarse por si tenía o no marido.
Entonces él encendió la radio. Durante quince minutos escuchamos el parte meteorológico, los informes sobre zonas de embotellamiento de tráfico, y la parte final de un programa de asistencia legal. Luego él apagó la radio y puso un CD.
-Dígame qué le parece, dijo.
Sobre el fondo de una orquesta tropical a todo volumen, con ritmo de salsa caribeña, se puso a cantar a viva voz. Anacaona, decía la letra. India de raza cautiva…..Jamás la había escuchado pero resultaba familiar. Su voz era linda y entonaba muy bien.
El volumen era tan alto que los ocupantes de vehículos vecinos, y hasta los policías de tránsito parados en el borde de la calle, nos miraban. Una mujer que iba en una de las camionetas le envió un beso con los dedos. Yo temía que tanta entrega artística no le permitiese detectar los mínimos instantes en que podía acelerar, pero demostró que era capaz de hacer ambas cosas a la vez.
Al terminar, lo felicité y le pregunté si cantaba profesionalmente.
– Ya no. Lo hice durante décadas. Perdí dos matrimonios, a mis hijos no los vi crecer, viajaba mucho, estaba todo el día borracho. Ahora tengo tanto miedo de que mi mujer me deje, que no canto más. Además, tengo dos hijos chiquitos, que son mi alegría.
Finalmente llegamos. El viaje duró dos horas. En nuestra época veloz, las conversaciones duran menos que eso. Me pregunté si todos sus viajes incluían la música y la confesión final. Quizás dependiese del número y nacionalidad de los pasajeros.
Los latinoamericanos somos comunicativos, y dos horas de tranquila charla son un privilegio en cualquier lugar del mundo. Quizás una medida para reducir el stress del tránsito sea conversar, simplemente.
Faltan veinte minutos para las diez, contesta la vecina al adolescente que espera, como ella, que pase algún ómnibus hacia el centro.
El viento se siente frío en las alturas del Paso de la Arena, a pocos metros de la ruta que cruza allá abajo, atravesada por un puente en uno de cuyos extremos está la parada de ómnibus.
Se oye el rumor de los grandes camiones, de los ómnibus interdepartamentales y los automóviles que pasan por la autopista como testimonio de un tiempo veloz.
A la vista el panorama es diferente. El tráfico por Luis Battle Berres es escaso. Del otro lado de la calle, algunos esperan para irse aún más lejos: Delta del Tigre, Ruta 1 Km 26, coordenadas sin nombre aún. Un bar con rejas, al estilo de las antiguas pulperías, ofrece su ventanita a los que pasan.
Del otro lado del puente hay un asentamiento. A esa hora se lo ve oscuro, parece una aldea medieval: bultos desordenados agrupándose sobre el terraplén que da a la ruta.
No hay luces en sus sendas interiores y los hogares se iluminan con velas, quizás.
El que preguntó la hora y dos de sus amigos comienzan a golpear con sus manos la estructura de hierro endeble de la parada, en la parte que incluye un mapa de la zona y el recorrido de los tres ómnibus que pasan por allí. Sus golpes, tímidos al principio, se vuelven entusiasta batucada cinco minutos después, y hay quien amaga unos pasos de baile.
Tiembla el techo sobre los demás, que se mueven inquietos. Por hoy no hay riesgo de caída, pues en cinco minutos pasa el L 14 para llevarse a todos, músicos incluidos. Ese ritmo, sin embargo, anuncia el cercano fin de aquellas latas, porque no hay otra cosa que hacer sonar cuando cae el sol y el ómnibus no pasa.
Luego de cruzar el puente, el panorama desde la ventanilla incluye depósitos de chatarra, casas a medio hacer, basura a lo largo de las cunetas, carteles inusuales como “acepto escombro”, “arreglo vaqueros” junto a otros vulgares: “se hacen fletes” “mecánico” o, también pintado a mano, “almacén”.
En una esquina, tres muchachos están sentados frente a un pequeño fuego encerrado en una rejilla de hierro. Están en silencio y lo miran, única señal cálida en la noche fría.
Quizás escuchen una música que sólo ellos oyen. Quizás esperan a alguien, o que pase algo.
El día comienza con el aullido de los monos, que se saludan entre sí desde los distintos bosquecitos donde se alojan. Parece que se reportaran por lista como en la escuela, porque el sonido recorre todo el contorno de la casa. El saludo, que se prolonga durante diez o quince minutos, suena amedrentador, y tan fuerte que nada lo interrumpe, ni los pájaros abundantes, ni las ovejas acaloradas, ni los sapos clamando por agua. Se termina así la refrescante noche, que permitió el sueño recién sobre la madrugada, luego de largas charlas junto al fuego, bajo la luna, a resguardo de los mosquitos y otros insectos igualmente agresivos. Pequeñas ranas de varios colores se esconden bajo las sartenes, y saltan de vaso en vaso.
Calles de tierra clara conducen a los pocos negocios que se extienden en una de las aceras de la única avenida. Una panadería artesanal, una farmacia, dos o tres almacenes, una frutería. La carnicería comparte local con el estar de una vivienda familiar. A la izquierda, la máquina de cortar, el exhibidor y un freezer. A la derecha, tres sillones de mimbre, un televisor, una repisa con adornos. Si no hay nadie a la vista, hay que llamar con palmas. Al rato alguien aparece, sin demasiada urgencia.
El tono de las conversaciones suena dulce en nuestros oídos rioplatenses. Todos preguntan cómo fue que llegamos allí, y parecen alegrarse de la visita.
Encontramos un altar en forma de rancho pequeño y rojo en homenaje al Gauchito Gil, deidad de aquellas tierras. No falta la rivalidad política en carteles enfrentados de candidatos hiper maquillados y publicidad rodante que anuncia actos, reuniones, encuentros.
Participamos de la lotería chaqueña, que nos prometía una fortuna que no ganamos. La lluvia convierte todo en un lodazal: sólo hay posibilidad de tránsito por las angostas veredas, y los vehículos corren riesgo de quedar atrapados. Es imposible evadir el barro que ataca zapatillas, pantalones, piernas y por ende ingresa en las habitaciones, sube por las escaleras, ataca en toda esquina. Al secarse deja pinceladas casi imposibles de remover, para que disfrutemos de la breve sequía antes del regreso de la lluvia.
A cada lado de la avenida principal se extienden largas calles bordeadas de selva. Algunas parecen no tener casas en sus márgenes, en otras se ven dos o tres, todas con su jardín delantero, flores, árboles y elegantes portones. Hay tanto verde que parece que el aire también terminará verde, y el pulmón agradece tanto oxígeno disponible. Un olor a flores acompaña las caminatas. Con un poco de atención se distinguen los distintos colores, diseños y aromas de las flores silvestres, que van desde la diminuta yerba del mosquito hasta los ceibos, flores de sapo y otras que se abren solo de noche. Entonces rivalizan con las estrellas, que brillan junto a la luna para iluminar el camino de quienes trasnochamos.
Un camino sinuoso que pasa por quintas abandonadas y misteriosas nos lleva hasta el puente, desde donde vemos el río invadido por plantas acuáticas que esconden gran parte de su cauce.
Detrás, sobre la selva, el sol de otoño baja lentamente.
Los perros de allí son tan amables como las personas, nos salen al paso y nos escoltan durante todo el trayecto, como si quisieran asegurarse de que sabremos volver.
1)
Hice un trámite en el edificio central de la IMM. Mi irrupción de neófita en el submundo de la burocracia ciudadana me obligó a subir y bajar varias veces, desde el subsuelo al noveno piso. Viví varias veces la angustia de estar parada en una habitación rodeada de ascensores a la espera de que uno de ellos se detuviera allí. Vi que otras personas, algunas con aspecto de funcionarios, estaban en la misma actitud expectante. Es decir, movían sin cesar sus cabezas en todas direcciones. Una vez en el ascensor, luego que cada usuario apretase el botón de su correspondiente piso, una voz de mujer, neutra y monótona, decía a cada momento: SUBIENDO o BAJANDO, según fuese el caso. Al aproximarse a cada piso, decía, en el mismo tono, PISO CUATRO, PISO DOS, PISO SIETE, etc. La primera vez resultó interesante. La segunda, un poco reiterativo. La tercera vez que usé el ascensor me dieron ganas de bajar por la escalera solo para no oir esa voz. Pero no se sabe a dónde van a parar las escaleras, en la IMM creo que llevan a lugares diferentes que los ascensores, y yo había aprendido el camino usando éstos. Entonces me resigné a escuchar pacíficamente aquella voz informativa. Quizás fuese un poco más divertido tener una voz para cada piso, o diversas voces según el día: una para los martes, otra para los jueves, o una voz alegre para los días tristes y una monocorde para los soleados. Tal vez llegue el día en que las empresas de ascensores ofrezcan este servicio a sus usuarios, además de incluir el espejo, que como es sabido, resulta útil en los viajes de más de dos pisos.
2)
En la oficina de aspiraciones docentes de UTU hay cuatro puestos para la atención del público. En enero, a causa de las licencias, solo una muchacha ocupaba el suyo, y se esmeraba en ser amable con la larga fila de interesados que esperábamos turno. El teléfono sonaba implacable, a un volumen alto, a su lado. Su sonido exasperaba a ambos lados del mostrador. En un momento pensé ofrecerme a atenderlo, o descolgarlo nomás, pero pensé que sería una intromisión. Creo que la chica que atendía era la más perjudicada, pues estaba trabajando desde hacía varias horas. Quizás lo mejor en esos casos sea eliminar el teléfono de la oficina. Atención personalizada, y basta.