Meeting in Helsinski

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Como antiguos generales de caballería, que desde la colina ven ordenarse en el valle sus tropas antes de la batalla, dos de los panelistas observan la concurrencia, que se acerca lentamente a las incómodas sillas de este enorme salón diseñado por un amante del estilo imperio, en su versión finlandesa: oscuro, simétrico, inhóspito y levemente kitsch. Ambos señores lucen tranquilos y seguros, pero quizás en lo profundo sientan el temor de que, a un momento dado, la turba decida dar marcha atrás y perderse en las calles frías de Helsinski.
Nuestra anfitriona, etérea y sonriente, da vueltas por el salón con su sonrisa hippie y su vestido floreado. Una banda de hombres de traje oscuro invade la primera fila. Algunas mujeres, del gobierno finlandés tal vez, aportan un poco de color. Los jóvenes se sientan en las últimas filas. Son rubios, bien vestidos, bellos y silenciosos.
El estrado es demasiado alto, demasiado lejano. El presentador intenta disipar la nube helada con su simpatía, pero creo que apenas logra elevar la temperatura un par de grados, sin derretirla.
Habla la representante del gobierno, una mujer de aspecto honesto y serio, algo inusual en estos cargos. La sigue un tambaleante anciano delgadísimo, parecido William Macy dentro de algunos años, con una suave y hermosa voz.
El jefe presenta a un alto funcionario que nos visita, con emoción y alegría, y su tono me recuerda el de Marilyn cantando Happy Birthday Mr President. Luego este Mr President lee, con cierta dificultad, un discurso deslavado que destaca las bondades de la emigración y la vulnerabilidad de los emigrantes. Todo muy helsinskiniano.
Cuando termina, la banda de hombres de negro se levanta de la primera fila y lo rodea, y parten todos en silencio y velozmente.
Un español, Federico, rompe con su cálido y elocuente discurso esa frialdad elegante, apela a la necesidad de aprender a “ vivir juntos” y consigue aplausos un poco más entusiastas. ( Es porque su discurso fue breve, diría alguien después).
Estoy elegantemente ataviada pero las manos se me han manchado de tinta negra. Mi simpático inconsciente me recuerda que no seré nunca la mujer perfecta y sin contradicciones que a veces quiero ser.
Habla una rubia artificial ( quizás real hace algunos años) locuaz y desenvuelta. Se preocupa en aclarar que se referirá solo a los trabajadores inmigrantes. Habla un poco de más, pero es señal de humanidad.
La coordinadora quizás descolle por su simpatía en Finlandia, porque es mucho más expresiva que la media: en América Latina sería considerada una mujer fría y antipática.
Aparece un joven delgado con entradas en las sienes: es hijo de un inmigrante y una nativa finlandesa. Creo que dice algo interesante, pero ya no lo recuerdo. El aburrimiento se instaló en mí de forma definitiva, mis oídos ya no trasmitieron al cerebro las ondas recibidas y dejaron que pasearan por mi mente otros asuntos más interesantes.
En la pausa del café nos saludamos entre todos. Estamos elegantes y parecemos serios. Mi colega indio, sabio y discreto, dice que es bueno estar en la corte, de vez en cuando.
La joven asistente tailandesa, leve libélula, envía tweets con el update de participantes. Una periodista, a mi lado, complementa la visión para nuestra lejana audiencia. Me pregunto si alguien en el mundo espera con ansiedad el contenido de los discursos. Quizás alguna amante o admiradora, o algún adversario político.
Me quedo sin café: la ceremonia de la cola ante la máquina me desanima.
La concurrencia tiene 20 minutos para hacer preguntas, dice la moderadora. Nada interesante. Un señor de cara rosada toma el micrófono, sueña que es Frank Sinatra y da la espalda al panel, iniciando un discurso incoherente.
La moderadora lo despierta rápidamente del sueño, y sin terminar de hilvanar sus ideas debe entregar el micrófono y sentarse con resignación.
Una distracción y todo termina: el jefe expresa sus conclusiones en frases breves. Los finlandeses se escurren silenciosamente de la sala y los que quedamos pasamos al salón, con la esperanza de engullir un sabroso y cálido bocado: un salmón nos espera, con ensalada verde. Menú veraniego, dirían en mi tierra.

Las mozas en el restaurante hicieron su trabajo con precisión y gracia,  estirando sus delgados brazos entre las cabezas de los comensales, sin derramar ni una gota.

 

Caminé por las prolijas calles de Helsinski. Nada fuera de lugar, sin mendigos, sin basura, sin negocios cerrados ni edificios abandonados. Quizás haya todo eso en otros barrios, pero en éste es como si aliens perfectos, sin miserias interiores, fueran los dueños de la ciudad. Las veredas son anchas, para dejar pasar el escaso sol, todo un diseño para escapar del frío y la oscuridad. Los nativos son extremadamente claros, hermosos, elegantes; parecen anoréxicos y vulnerables. Mientras caminaba pensé en la canción Black is beautiful, y estuve de acuerdo.  Me pregunto cómo serán las pasiones entre ellos: serán suficientes para pelear contra los cortos días y las heladas noches? Carteles ordenados, no demasiados, pero visibles en todas partes, en todos los muros. Ventanas coloridas de negocios que también son austeros y rígidos, ofrecen ropa, utensilios de cocina y zapatos.

Vi gente con aspecto feliz comiendo papas fritas en mesas de madera clara.  Todos esperan que llegue la luz verde, aunque no pase ningún vehículo. Todos parecen disfrutar de los últimos días antes del largo invierno.

No hay mucho ruido en el centro. Tranvías limpios  perfectamente pintados atraviesan las calles, se ven pocos autos, y la gente habla bajo. Es como si todo se volviera marròn, no gris, sino marrón, como un bosque petrificado. No me alejé demasiado por miedo a perderme Si bien disfruto cuando estoy perdida, Helskinski no me pareció un lugar adecuado para hacerlo.

 

Publicado por Cecilia Ríos

Esto es para compartir con mis amigos lo que veo en mis paseos. Notas una vez al mes! Gracias a todos mis lectores.

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