Luz de Bella Unión

Viernes 1

Tengo mesa: me han traído una circular, de lata, plegable. Me parece hermosa: es grande, cómoda, y no sólo cabe en el espacio entre ambas camas, sino que deja lugar para la banqueta. Después de tres horas sentada en el piso con la computadora en la falda, una mesa es un lujo.
Entreabrí la ventana, que es de vidrios traslúcidos, para que una franja de cielo me quite la sensación de agobio de los lugares cerrados. Entra frío,  hoy es uno de los días más fríos del año; cuando no lo resista más la cerraré, y tendré su recuerdo.
Caminé un par de horas por el pueblo. Mucho cielo. No hay casas de dos plantas, y los árboles son bajos. Cuánta luz, y qué bueno es vivir con ella y con la paz del silencio. Esta mañana leí los titulares de la prensa y sentí que todo sucedía a miles de kilómetros de acá. Los grandes acontecimientos del mundo parecen más cercanos en Montevideo, con su ruido incorporado.
Acá el viento mueve las ramas de los árboles, sale el sol, crece el río: pasa eso.
Dos o tres cuadras separan el río del centro del pueblo. En realidad, es la confluencia de dos ríos, y ahora que hay “crecida” el paisaje es más hermoso todavía. La corriente se ve poderosa, marrón; ha invadido las zonas que los hombres han domesticado para su uso: los senderos, parrilleros, las canchas de fútbol, los predios para el camping. Después se retira, como siempre, y las conquistas se recuperan. Una y otra vez, la crecida vuelve, y nadie pretende que deje de hacerlo. La gente sabe que podrá disfrutar de sus espacios cuando llegue el verano, o al menos durante parte de éste.
Del otro lado hay casas, embarcaderos, ¿ será otro pueblo?¿ cómo se llega allí, si no vi ningún puente?
Cuando llegué a la plaza me extrañó no ver la iglesia, y me dije que éste era el único pueblo en cuya plaza no hay iglesia, pero me equivoqué. Ella está, pero es tan pequeña y humilde que no se la ve a primera vista. Estaba cerrada, por lo que es probable que no sean muy píos por acá.
Me senté a esperar el mediodía en un banco de cemento, pintado de anaranjado. En una esquina de la plaza hay un semáforo. Por lo que vi, la frecuencia de vehículos por minuto es muy baja (no sólo autos, hay también muchas motos) y vaya a saber qué circunstancia hizo que se instalara ese semáforo. Quizás a la hora de entrar a la escuela pasen camiones, quizás los chicos bien usaron esa calle para correr picadas, quién sabe. Luce anacrónico en el paisaje vacío de la calle.
En el bar, una pareja habla en portugués en la mesa de al lado , y un hombre de bombachas, boina vasca y botas ruidosas come silencioso, más atrás.
Al llegar, la dueña del hotel me preguntó si había estado acá, y le dije que era la primera vez. Sin embargo, ya he estado en Bella Unión, y tal vez dormí en este hotel, pero no lo recuerdo. ¿Podría ella recordarme? Pasaron seis años, y sé que no soy inolvidable.
Las pocas personas con las que me crucé en mi caminata, me miraron con la inequívoca actitud de quien no me reconoce. Seis mil personas viven acá, y no creo que todos se conozcan entre sí, pero todos lo que me vieron sabían que no me conocían. Mi ropa, mi manera de caminar ( no mi pelo pues lo tenía tapado con el gorro…)
Sentada en en la plaza pensé que podría vestirme de una forma que no llamase la atención, pobremente, y estar allí, sin ser notada, porque las mujeres de mi edad  son los seres más invisibles. Las jóvenes pobres tienen la belleza de la juventud, las muy viejas la peculiaridad de las arrugas, pero las que son como yo no llaman  la atención. Y así me gustaría poder sentarme en la plaza, sin ser notada, para poder observar con más atención y menos disimulo todas las cosas.

Sábado 2
Teresita es profesora de música desde hace 41 años. Fue a buscarme al hotel a las seis de la tarde, de regreso de una actuación de su coro en la vecina ciudad brasileña de La Barra. En el asiento trasero llevaba el contrabajo de un músico que viene a dar clases los sábados, que debía despachar en el ómnibus de la noche. Como encargada de cultura del pueblo, Teresita atiende a todos los que, como yo, venimos de vez en cuando por acá.
Me contó que da clases de música todas las mañanas, a un total de 250 alumnos entre trece y catorce años. Eso, y todo lo demás, me parece heroico.
Por la noche, cuando fuimos a cenar, vislumbré al menos uno de los orígenes de su energía. Su cena consistió en una milanesa napolitana que abarcaba todo el plato. Los escasos centímetros libres estaban cubiertos por gruesas papas fritas. Lentamente, mientras me contaba que Bella Unión es más culta que Artigas, que no hay suficientes puestos de trabajo, que una de sus hijas es peluquera y la otra profesora, y que le teme al río cuando crece por las noches, Teresita se comió la milanesa.Mientras tanto, yo luché con un omelette de champignons y una ensalada de tomate y lechuga. Vencieron ambos.
De regreso en el hotel, me dispuse a resolver el problema de la caja.
Por suerte, se trataba de una caja de cartón. Al final de la clase, una señora muy dulce y tímida se acercó a pedirme, con mucho cariño en los ojos, si podía hacerle un gran favor. ¿Cómo no complacer a una persona tan agradable? ¿Y qué gran favor podría pedirme una mujer desconocida? Por un segundo pensé que sería leer sus manuscritos. Dijo “podrías llevarle una torta a Malí” e instintivamente dije sí, pero sin entender de qué se trataba. Es más, pensé que había entendido mal la palabra torta, y que se trataba de otra cosa, un libro por ejemplo. Me dijo que la tenía en la camioneta y que me la traía inmediatamente. Entonces vi que no había entendido mal: era una torta. Una verdadera y bien embalada torta de cumpleaños. Cuando vi la caja estuve a punto de echarme a reír. Tenía pegado un papel que decía MUY FRAGIL y medía cincuenta centímetros de largo por lo menos.
Durante toda la cena, entre bocado y bocado, venían a mi mente diversas alternativas para resolver el problema de la torta. Podía olvidarla. Podía partirla y meterla en una bolsa. Podía despacharla por correo. De lo que estaba segura es de que no podía transportar, así como estaba, esa caja.
Tampoco podía privar a Malí de su torta, ni estropear el regalo tan generoso de esta señora. Resolví abrirla. Era una hermosa torta decorada con flores amarillas. Decidí probar un pedacito. Después de todo, yo había estado en el cumpleaños y merecía un pedacito. Le saqué fotos antes de cortarla, para enviárselas a Malí. Era deliciosa. Tierna y rellena de dulce de leche. Disfruté de ese pedacito, que, además, achicaba la porción a transportar….
Vi que la caja era mucho más grande que la torta, y decidí adaptarla a la medida de ésta. No fue fácil sin herramientas. Intenté con un cuchillo de plástico, y también con la bombilla del mate. El cartón resistía, pero al final cedió, y obtuve un envoltorio adecuado al tamaño de la torta, que acomodé en la valija.

El Río Uruguay por la mañana

Parque Rivera de Bella Unión

Publicado por Cecilia Ríos

Esto es para compartir con mis amigos lo que veo en mis paseos. Notas una vez al mes! Gracias a todos mis lectores.

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