1)A Brasileira es el café al que Fernando Pessoa iba todos los días. Ahora hay una estatua suya allí, un hombre sentado a una mesa, y la gente le saca fotos, aunque nunca lo haya leído. Chicas risueñas se sientan en sus rodillas, y le pasan un brazo sobre los hombros.
Si esto hubiese sucedido ochenta años atrás, él lo habría disfrutado, y la humanidad habría perdido a uno de sus mejores poetas.
No estoy segura de que hubiese sido feliz en el medio de esta multitud de turistas ruidosos.
De todas formas, él venía acá porque no tenía a dónde ir, ni a quién visitar. Se sentaba mirando la peluquería del otro lado de la calle, preguntándose si necesitaba o no cortarse el pelo. Si estuviera vivo ahora, estaría firmando algún papel a cambio de bebida, y quizás un omelette. Seguiría bebiendo hasta que el mozo, con piedad, pidiéndole que mirase dónde poner los pies y se apoyase en la pared, lo acompañase hasta la parada de tranvía. El se ayudaría con su paraguas.
2) Los tranvías se detienen cuando encuentran un automóvil atravesado sobre las vías, y el conductor golpea en las casas de alrededor hasta encontrar al responsable. Parece algo cotidiano, y nadie se fastidia demasiado por eso. Los tranvías son indispensables en una ciudad con tantos desniveles, algunos demasiado abruptos para bajarlos o subirlos en bus.
3) Las vistas de la costa son maravillosas, las calles, paseos, monumentos, los azulejos en todas partes, los pasteles de crema, los músicos de fado en la noche. La Lisboa entrañable, al menos para nosotros, es la de Alfama y Mouraria. Es pobre, pintoresca, amontonada y colorida. Alegre y también algo melancólica, y si bien no suena ningún bandoneón, las historias de amores olvidados y marineros que nunca volvieron parecen tapizar las calles angostas de esos barrios, por las que es lindo bajar hasta el centro más cosmopolita de la ciudad.