Sentada en una mesa redonda , comiendo todo lo que me ofrecían para no ser descortés, me acordé de Porca Tierra , de John Berger. Lo desagradable que fue leer la primera página, que describía tanta crueldad y salvajismo . Y cómo me conmovió después de superar la tercer página… El manjar del pueblo es la rosca rellena de dulce rojo, acompañada de una grappa de frutas, la pàlinka.
Las inundaciones son una tragedia , el trigo se debilita, el maíz se pudre. Eso dicen en todas las casas que visitamos. Los animales sufren. Ellos saben que nada pueden hacer para detener este castigo injusto de la naturaleza , y miran hacia arriba , buscando el signo de apertura en el cielo gris. Se quejan un poco del frío.
Frío para ellos significa 20º C bajo cero. Calor quiere decir 40º .
Cuando Serbia ingrese en la Unión Europa, podrían perder el derecho de matar a sus cerdos y de hacer su aguardiente, dicen. Pero habrá más cultura, más educación, creen.
Sus dientes están dañados, y sus manos también. La mayoría de ellos tiene ojos de color azul brillante. Sus casas tienen cien o más años. Algunos símbolos de confort occidental se acomodan en las habitaciones de ventanas estrechas. El televisor estuvo encendido todo el tiempo de nuestra visita, pero ellos jamás lo miraron.
Por no conocer ni los rudimentos de su lenguaje, sólo pude leer sus rostros. Cada 20 minutos recibía una breve traducción . Los más viejos extrañan el comunismo. Los pobres vivían mejor que ahora , y no había una brecha tan grande entre la gente . Por supuesto, no podían adorar a sus santos ortodoxos , como hacen ahora, cuando también pueden tener una fiesta en Navidad.
Les pregunté por la guerra . Era una tontería, la gente no quería la guerra , contestan. Una bomba destruyó una de sus máquinas, y veían cotidianamente aviones pasar, pero estaban muy lejos del verdadero escenario bélico.
Se abrió la puerta, el olor de los establos llegó pero ellos no lo advirtieron .
Viven en la casa construida por su bisabuelo, que fue cochero del castillo hace 150 años. El pueblo carece de edificios de más de un piso.
Muchas casas están vacías . Aquí los jóvenes abandonan el país para vivir en las ciudades , como en el resto del mundo .
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Svetlana trabaja en el antiguo castillo . Cuando digo «gracias» , dice «de nada » . Me dice que le encanta el sonido de las palabras en español , que conoce por las telenovelas latinoamericanas que ve en la televisión serbia. Me comprometo a escribirle para que aprenda un poco más el idioma.
El castillo fue utilizado como fábrica de productos químicos durante el comunismo. Ahora un grupo inversionista internacional lo ha comprado para construir un balneario en el parque. Si volvemos en tres años , Svetlana dice que recibiremos un tratamiento para lucir más jovenes y hermosos sin costo alguno en el futuro spa del balneario anunciado.
Sonja es licenciada en literatura española. La conocimos en el autobús de Kikinda a Belgrado. Se mostró sorprendida y feliz de encontrar hablantes de español, aun con el -para ella extraño- acento rioplatense.
Ella ama a Cervantes. Le hablé de Onetti, Felisberto, Borges y Bolaño . No hay escritores serbios traducidos al español , o tal vez sólo uno . Y solo unos pocos al inglés. Los principios de la globalización se aplican también a la literatura.
Dice que Belgrado es feo y Novi Sad es bello.
Yo vengo de un país pobre, le digo. Para mis ojos, Belgrado no es feo, aunque está sucio. Sin duda una restauración de sus edificios lo haría lucir mejor. Las pequeñas ciudades desconocidas, como Kikinda, donde pasamos una noche, son limpias y llenas de árboles, y se respira un aire antiguo, lejos del bullicio y el vértigo de este siglo.
En Vojvodina
