Mi padre era meteorólogo y desde niña, adquirí el hábito de mirar por la ventana para saber qué pasaría con el tiempo cada mañana: si había anuncio de días hermosos, si las nubes estaban a punto de reventar en una lluvia tenaz o permanecerían pacíficamente quietas allá arriba, si el viento agitaba los árboles y las polleras, si la humedad amenazaba ser intolerable, o el calor, agobiante.
Cuando vivía en la Ciudad Vieja, lo hacía también por otra cosa: saber cuántos mendigos, prostitutas, borrachos o adictos a la pasta base se interponían entre la puerta de calle y la barrera salvadora de la calle 25 de mayo.
Hoy pasé por allí y vi que, en el baldío que entonces era un estacionamiento privado, están construyendo un gran edificio. Enfrente, sobre la fachada decorada con pececitos de cemento, hay carteles indicando futuros cambios. La casa de al lado, aún en pie, está tapiada. A sus pies solía formarse un basurero, porque allí vivía un reciclador de basura. Este basurero era prolijamente levantado dos veces al día por el camión de la empresa recolectora. Del piso superior siempre goteaba agua, que se mezclaba con la basura y corría calle abajo desparramando la mugre y el olor.
La casa tenía dos plantas y tres puertas. En una de ellas vivía un hombre de unos sesenta años, pelo blanco, con una gran nariz que muchas veces exhibía heridas sangrantes. Durante un tiempo fue el cuidacoches de la cuadra, luego dejó el oficio y se limitaba a sentarse en la vereda, en una sillita que sacaba de su casa, a tomar mate y conversar. Era amable y respetuoso. En la siguiente puerta estaba la escalera hacia el primer piso, donde vivía la familia del reciclador. Éste era un hombre pequeño, en cuya cara estropeada por el alcohol aún era posible atisbar cierto atractivo. Muchas veces lo veíamos, tambaleante, ir hacia el almacén con una botella de plástico en la mano, a comprar vino suelto. Una vez alguien dijo que sólo así era posible resistir la ingrata tarea que le tocó en la vida. Su mujer también trabajaba en el reciclaje de la basura que él traía, y nunca estaba borracha. Era joven, se la veía siempre seria, y trataba con ternura a sus cuatro hijos, que parecían felices. Un día al pasar vi que la escalera daba a un rellano sin techo, y estaba totalmente cubierta de bolsas de basura negras, que dejaban un pequeño hueco a un costado, para pasar. A veces la mujer limpiaba la vereda, pero era tanta la basura que se depositaba allí que era imposible eliminar el olor y la grasa.
Ellos también descartaban deshechos (no todo lo que recolectaban era aprovechable) que terminaban en el basural de la esquina. Como ellos dejaban allí esa mugre, el resto de los vecinos los imitaba, depositando en el mismo lugar sus bolsas de basura.
Muchas veces no era posible transitar por la vereda, era necesario bajar a la calle, pero como ésta era muy transitada, había que esperar un buen rato antes de poder cruzar. Cuando Zabala visitó Montevideo, cuatro años después de la fundación, encontró también mucha basura y desidia en sus habitantes, que estaban asentados precisamente en ese lugar.
Algunas noches de verano me asomaba por ventana y veía entrar y salir gente por la tercera puerta. En dos horas de insomnio, conté treinta y dos.
Un tráfico incesante de dealers, drogadictos y ladrones buscando el “aguante”, el refugio. De vez en cuando venía la policía y cargaba dos camionetas con diez o quince de los que habían pernoctado allí…todos hombres, la mayoría jóvenes y con señales de gran deterioro. No puedo evitar preguntarme dónde estarán ellos ahora….
Ciudad Vieja al noreste, 2007
