El día comienza con el aullido de los monos, que se saludan entre sí desde los distintos bosquecitos donde se alojan. Parece que se reportaran por lista como en la escuela, porque el sonido recorre todo el contorno de la casa. El saludo, que se prolonga durante diez o quince minutos, suena amedrentador, y tan fuerte que nada lo interrumpe, ni los pájaros abundantes, ni las ovejas acaloradas, ni los sapos clamando por agua. Se termina así la refrescante noche, que permitió el sueño recién sobre la madrugada, luego de largas charlas junto al fuego, bajo la luna, a resguardo de los mosquitos y otros insectos igualmente agresivos. Pequeñas ranas de varios colores se esconden bajo las sartenes, y saltan de vaso en vaso.
Calles de tierra clara conducen a los pocos negocios que se extienden en una de las aceras de la única avenida. Una panadería artesanal, una farmacia, dos o tres almacenes, una frutería. La carnicería comparte local con el estar de una vivienda familiar. A la izquierda, la máquina de cortar, el exhibidor y un freezer. A la derecha, tres sillones de mimbre, un televisor, una repisa con adornos. Si no hay nadie a la vista, hay que llamar con palmas. Al rato alguien aparece, sin demasiada urgencia.
El tono de las conversaciones suena dulce en nuestros oídos rioplatenses. Todos preguntan cómo fue que llegamos allí, y parecen alegrarse de la visita.
Encontramos un altar en forma de rancho pequeño y rojo en homenaje al Gauchito Gil, deidad de aquellas tierras. No falta la rivalidad política en carteles enfrentados de candidatos hiper maquillados y publicidad rodante que anuncia actos, reuniones, encuentros.
Participamos de la lotería chaqueña, que nos prometía una fortuna que no ganamos. La lluvia convierte todo en un lodazal: sólo hay posibilidad de tránsito por las angostas veredas, y los vehículos corren riesgo de quedar atrapados. Es imposible evadir el barro que ataca zapatillas, pantalones, piernas y por ende ingresa en las habitaciones, sube por las escaleras, ataca en toda esquina. Al secarse deja pinceladas casi imposibles de remover, para que disfrutemos de la breve sequía antes del regreso de la lluvia.
A cada lado de la avenida principal se extienden largas calles bordeadas de selva. Algunas parecen no tener casas en sus márgenes, en otras se ven dos o tres, todas con su jardín delantero, flores, árboles y elegantes portones. Hay tanto verde que parece que el aire también terminará verde, y el pulmón agradece tanto oxígeno disponible. Un olor a flores acompaña las caminatas. Con un poco de atención se distinguen los distintos colores, diseños y aromas de las flores silvestres, que van desde la diminuta yerba del mosquito hasta los ceibos, flores de sapo y otras que se abren solo de noche. Entonces rivalizan con las estrellas, que brillan junto a la luna para iluminar el camino de quienes trasnochamos.
Un camino sinuoso que pasa por quintas abandonadas y misteriosas nos lleva hasta el puente, desde donde vemos el río invadido por plantas acuáticas que esconden gran parte de su cauce.
Detrás, sobre la selva, el sol de otoño baja lentamente.
Los perros de allí son tan amables como las personas, nos salen al paso y nos escoltan durante todo el trayecto, como si quisieran asegurarse de que sabremos volver.

OLYMPUS DIGITAL CAMERA OLYMPUS DIGITAL CAMERA2015-03-31 18.20.36 2015-03-31 18.37.00 2015-03-31 18.38.40Gracias a María Rita, Leonor y Max!

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