– Qué le pareció Machu Picchu, además de hermoso?
La pregunta me sorprendió en medio del acomodo de bolso, campera, guantes, papeles.
Encontré rápidamente la respuesta adecuada: sorprendente.
– Y qué más? Retrucó él.
– Grandioso, dije.
– ¿Y qué más? ¿No le parece raro que la hayan construido precisamente en ese lugar? ¿Si las piedras de que está hecha se encuentran en la montaña de enfrente? Es increíble.
– Sí, es admirable, una cultura con recursos que hoy no podemos imaginar.
– Extraterrestres -concluyó él. -Sólo ellos pudieron transportar esas enormes piedras.
No me atreví a contradecirlo. Me esperaba un viaje de cuarenta y cinco minutos, y deseaba que fuese tranquilo y placentero. Los adoradores de E.T, por otra parte, son difíciles de convencer.
– Es raro que hicieran esas obras de ingeniería sin conocer la escritura, dije.
– Eso dicen todos, pero ¡pobres incas! ¿por qué pensar que la escritura es todo? Se comunicaban telepáticamente. Todo el mundo les achaca no saber escribir.
Lamenté estar en ese grupo, y creí haber ofendido a sus ancestros, aun buscando ser amable con ellos. Afuera, las luces de la ciudad dominaban todo el espacio, anuncios comerciales, restaurantes, academias.
– No lo digo como una carencia, sino como algo raro para nosotros. Por otra parte, hoy visité las ruinas de Huaca Pucllana, acá en Lima. Otra civilización admirable.
– Nunca fui- confesó- Las he visto al pasar. ¿Y qué dijo el guía de ella? Porque la mayor parte de las cosas que dicen los guías son inventadas. ¿Sabían escribir?
– No, pero sus construcciones son antisísmicas. Hicieron pequeños ladrillos de adobe que ubicaron vertical, y no horizontalmente, en las paredes. El guía nos dijo que cada 300 años hay un terremoto con epicentro en Lima. Y que este año tendría que haber uno.
– ¿No me diga? Yo no sabía nada. ¿Cómo es posible? No nos informan. No puede ser que un turista sepa y nosotros que vivimos acá no. Es increíble!
– ¿No vio esos cartelitos en verde con la letra S? ¿Y en las plazas donde dice Zona de encuentro? Son por si sucede el terremoto.
– Espere, espere, no fue en 1715 el terremoto, sino en 1746. Así que falta todavía para los 300 años. ¿No le dije que todos los guías mienten? Es increíble!
El cómodo automóvil avanzaba por las avenidas limeñas a la velocidad de una góndola por Venecia. El mismo ritmo de los demás automóviles, combis, ómnibus, y por supuesto, como en otras ciudades de Latinoamérica, las ostentosas 4*4 ocupando más espacio y llevando menos personas que los demás vehículos. Faltaban las motos para que fuese una visión futurista de Montevideo.
El paisaje no era el de antiguos edificios manchados por el agua de milenios, sino las paredes de cemento de las autopistas, sobre las que los carteles de neón marcaban hitos geográficos de la ciudad. Ya en la periferia, las calles más angostas no tenían menos tráfico, pero se veían pequeños negocios, supermercados de barrio, restaurantes, talleres.
– Es muy rica la comida peruana-dije.
– ¿Qué comió?
– Ceviche, maíz hervido, papas a la huancaína, seco de carne con cilantro, escabeche de pollo, quinoa. Todo muy rico.
– Muy rico, salvo el cilantro. Odio el cilantro, y lamentablemente está en más de la mitad de las comidas peruanas. Es increíble!
Me incliné por los aspectos menos gustativos de la culinaria.
– Escuché en la radio que un restaurante peruano tiene el puesto segundo o tercero a nivel mundial, y es considerado el mejor en América Latina.
– Eso son payasadas. ¿Cómo puede saberse cuál es el mejor restaurante del mundo? No se puede medir. Son cosas de la publicidad.
– Es cierto, pero al Perú le sirve, internacionalmente, tener un título así.
– Solo sirve para que suban los precios para los pobres peruanos. Mire lo que pasó con la quinua, ahora los indios no la pueden comer. Increíble!
– Es una pena, realmente.
El viaje iba por el minuto cincuenta y tres. Ni rastros del aeropuerto. Ningún cartel indicador. Entre la maraña de vehículos, ninguno parecía llevar valijas de turista.
– Lo único que no probé fue chicha.
– ¿Cóoomo? ¿No probó la chicha? Increíble! No puede pasar por Perú y no probar la chicha.
– No encontré, no tuve tiempo de buscar, dije.
El auto viró a la derecha en la siguiente bocacalle, apartándose del camino por el que íbamos. Recorrió velozmente tres cuadras de calles oscuras hasta desembocar en una estación de servicio. Bajó y conversó brevemente con la chica a cargo de poner el combustible.
Volvió con una sonrisa y una botella de un líquido oscuro que presentó como chicha. La bebí con sed y entusiasmo, y elogié su sabor dulzón. No había tenido tiempo de cenar, y la chicha me calmó el hambre.
Volvimos al camino. Después de diez minutos de silencio, aparecieron los carteles del aeropuerto y me sentí aliviada, a pesar de que el viaje llevaba ya más del doble del tiempo estimado. El tránsito era igualmente lento, la calle estaba llena de camionetas con gente apretujada, regresando del trabajo, y de automóviles particulares con pasajeros como yo.
-¿Usted fuma?
– No, dije.
– Y su esposo?
– Tampoco. Fumaba, pero dejó hace años, por suerte.
También en Lima suena más elegante preguntar algún detalle que directamente interesarse por si tenía o no marido.
Entonces él encendió la radio. Durante quince minutos escuchamos el parte meteorológico, los informes sobre zonas de embotellamiento de tráfico, y la parte final de un programa de asistencia legal. Luego él apagó la radio y puso un CD.
-Dígame qué le parece, dijo.
Sobre el fondo de una orquesta tropical a todo volumen, con ritmo de salsa caribeña, se puso a cantar a viva voz. Anacaona, decía la letra. India de raza cautiva…..Jamás la había escuchado pero resultaba familiar. Su voz era linda y entonaba muy bien.
El volumen era tan alto que los ocupantes de vehículos vecinos, y hasta los policías de tránsito parados en el borde de la calle, nos miraban. Una mujer que iba en una de las camionetas le envió un beso con los dedos. Yo temía que tanta entrega artística no le permitiese detectar los mínimos instantes en que podía acelerar, pero demostró que era capaz de hacer ambas cosas a la vez.
Al terminar, lo felicité y le pregunté si cantaba profesionalmente.
– Ya no. Lo hice durante décadas. Perdí dos matrimonios, a mis hijos no los vi crecer, viajaba mucho, estaba todo el día borracho. Ahora tengo tanto miedo de que mi mujer me deje, que no canto más. Además, tengo dos hijos chiquitos, que son mi alegría.
Finalmente llegamos. El viaje duró dos horas. En nuestra época veloz, las conversaciones duran menos que eso. Me pregunté si todos sus viajes incluían la música y la confesión final. Quizás dependiese del número y nacionalidad de los pasajeros.
Los latinoamericanos somos comunicativos, y dos horas de tranquila charla son un privilegio en cualquier lugar del mundo. Quizás una medida para reducir el stress del tránsito sea conversar, simplemente.
Ceci: muy buenos tanto el de Cusco como la charla del hotel al aeropuerto de Lima. Creo que definitivamente no hay nada mejor para el estrés que una buena charla.
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muy buena historia, siempre es un parendizaje leerte….gracias
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Increíble!!
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