La plata de las entrañas del Perú se ve en las pequeñas caravanas, collares y anillos que cuelgan prolijamente en un exhibidor de cartón. El calendario inca, la cruz inca, el cuis, las líneas de Nasca y otros símbolos peruanos pretenden conquistar el interés de las turistas. Es rápida la conversión de soles a dólares, y viceversa. Es plata verdadera, no lata, dicen las vendedoras.
La misma plata, pienso, que atrajo a Pizarro y sus amigos hasta aquí, y que viajó a España dejando atrás tanta sangre derramada.
“Señorita, señorita, cómpreme”, dice la muchacha con insistencia. Cada vez que alguien decide una compra, el proceso recién empieza. Es imprescindible, parece creer la vendedora, que la “señorita” acepte comprar algo más. Doce dólares el conjunto de collar y caravanas es el precio final, luego de una larga resistencia.
El sol cae con fuerza sobre Cusco. El abrigo necesario en la mañana está demás al mediodía. La falta de aire pesa en las piernas y la cabeza. La capital del Tahuantinsuyo, diseñada por Pachacutec, luce latinoamericana. Sus edificios antiguos son españoles, y bajo ellos se esconden las poderosas piedras talladas por los incas. En las esquinas, acurrucadas junto a un cajón con cigarrillos y golosinas para los paseantes, las ancianas vendedoras se adormecen, envueltas en sus mantas coloridas.
El paisaje de las montañas alrededor de la ciudad ofrece una razón adicional para que Cusco fuese el centro del universo hace 600 años.
Nos sentamos a descansar en los escalones de la Plaza Mayor, y la vendedora de plata decide proseguir su tarea, sentada también.
Un poco fastidiada, le digo.
– Somos pobres, de Uruguay. Tienes que venderles a los europeos, que tienen dinero.
– Ellos no compran nada, señorita, nada. Ni una medallita pequeñita siquiera. Nos compran los argentinos, uruguayos, chilenos y un poco los brasileros.
Altos y rubios como extraterrestres entre la multitud de piel oscura y estatura baja, los turistas europeos caminan en hilera por las callecitas coloniales. Sus consejos para el viaje deben incluir, además del protector solar y la masticación de hojas de coca, no intimar con los locales, y comprar solamente en las tiendas oficiales, donde la alpaca reina y todo cuesta más de cien dólares.
Para los demás, incontables mercados donde se exhiben multicolores versiones de los textiles indígenas, hechos a máquina con fibra de acrílico. Los diseños incaicos están en los manteles, bolsos, bufandas, ponchos, sombreros, abrigos. Todos iguales, en todas partes. Un ajedrez donde las blancas son los españoles y las negras los incas incluye un pegotín que dice Made in China. En una tienda explican cómo distinguir la plata verdadera de la falsa, y en otra dicen que la lana de llama pica, y la de alpaca no. Lo más auténtico parecen ser los choclos hervidos, de color muy claro y granos enormes. Y el sonido dulce e incomprensible del quechua, que ellos usan para hablar entre sí, como un privilegio que los enorgullece y les da cierto poder sobre los demás.
Hoy como ayer, las peruanas cargan grandes bultos sobre sus espaldas: mercaderías, leña, alimentos, bebés, y hasta cabras para fotografiarse con quienes les den una moneda.
Los que hacen el camino a pie hasta Machu Picchu incluyen entre sus pertenencias la comida, la carpa y el abrigo para cuatro largos días. Todo eso, sin embargo, lo cargan los indígenas, como han hecho por milenios, hacia arriba y hacia abajo de la montaña. Bajo el imperio de los incas y de los españoles, y en el capitalismo, los nativos de estas tierras han llevado sobre sus espaldas toneladas de objetos día tras día, año tras año. La ley dice que no pueden cargar más de veinte quilos, pero es sabido que son muchos más. De todas formas, 20 kilos por día, durante 335 días (porque en febrero el camino está cerrado) son casi siete toneladas al año. El salario diario de los porteadores, que así los llaman, anda por los 12 dólares.
Si una momia tiene todo el esqueleto sano, sin duda era de la nobleza, explica el guía. No cargaba nada sobre sus espaldas…
La joven vendedora de muñecas está cansada y triste. Senorita, señorita, apenas murmura antes de sentarse en el muro del que fuera Koricancha, el mayor templo inca, que desde la conquista es un convento católico. Su canasta aún está llena y la apoya sobre la falda tradicional que usa como disfraz. Su novio, que vende guantes entre la multitud, se acerca a ella, le da la mano y le dice algo que no escucho, pero parece una frase de aliento. Ella continúa con la mirada baja, detenida sobre la muñeca de lana que pretende vender. Tiene su mismo vestido y sus mismas trenzas pero, a diferencia de ella, no debe recorrer la calle todo el día para ganarse el pan.
Lo que pesa en Cusco

HERMOSO Y CONMOVEDOR RELATO….
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