Amsterdam es tan ordenada, elegante, limpia, luce tan rica y feliz que duele un poco. Me recuerda a Dorotea, la ciudad invisible de Italo Calvino a la que llega Marco Polo, como a un remanso, luego de haber pasado toda una vida en el desierto. No cedo a la tentación de imaginar sus debilidades, que en alguna parte están ( En la estación de trenes vi un mendigo rubio y borracho, hurgando en la basura…)
La gente se trata con respeto, cortesía y naturalidad. El riesgo de una tormenta enorme que derribe el dique e inunde la ciudad no parece alterar a sus habitantes. Quizás tengan demasiada confianza en la capacidad humana de superar esas amenazas.
Las bicicletas y los tranvías llenan el espacio público, y obligan a estar atentos a sus distintas sendas y frecuencias para no ser atropellado. Hay bicicletas para dos y tres personas, otras que tienen un cajón adelante para llevar hasta dos niños, algunas eléctricas, para personas mayores, casi todas con alforjas a ambos lados de la rueda trasera. Vi una especie de bar que se movía con el pedaleo de sus ocho parroquianos. La variedad es grande, salvo en el color que es casi siempre negro. Para la sufrida habitante de una ciudad colonizada por los automóviles individuales, ver la maraña de bicicletas encadenadas en la entrada de la Estación Central y en todos los puentes y parques es emocionante. Es como descubrir que hay esperanzas de una mejor vida en las ciudades. Amsterdam es plana y bastante fresca, por lo que el sudor no representa un inconveniente como sucede en Montevideo.
Son pocos los automóviles y muchos los caminantes. Hay barcos que son casas, con plantas y antenas parabólicas. El laberinto de canales y calles que los bordean, unas curvas y otras rectas, atenta contra nuestra habitual cuadrícula hispánica, y nos confunde a cada momento. Por suerte están los tranvías ( limpios, cómodos, silenciosos) que nos llevan a algunas estaciones donde podemos ubicar nuestro lugar en el mapa.
Los edificios son invariablemente grises, marrones y bordó, con listones blancos bordeando las ventanas. Estas tienen un diseño que respeta una única proporción entre el ancho y el largo, lo que hace la visión bastante monótona. Los holandeses destacan la variedad de los frontones que coronan los delgados edificios, pero no resultan muy convincentes.
Todos los carteles están escritos sólo en su incomprensible idioma, lleno de k, j y t; pero la gente habla en inglés con los turistas.
En los canales nadan patos y cisnes. Se ven algunos gatos y pocos perros. Grandes parques refrescan del cemento y recuerdan que las ciudades permiten disfrutar del césped y los árboles.
Las distintas etnias parecen convivir pacífica e integradamente, lo cual refuerza la idea de que en este mundo no son tantas las barreras culturales como las económicas.
Hay tiendas elegantes, que este año ofrecen ropas oscuras para enfrentar el invierno, con precios de tres dígitos. En los mercados abiertos, a pocas cuadras, los precios no superan un dígito. Los productos chinos que invaden el mundo también se encuentran aquí: los pequeños coliseos en Roma, las pirámides aztecas en Mexico, los incas en Perú, acá son zuecos de todos los tamaños y con los mismos colores.
El museo Rikjs tiene una colección de cuadros hermosos que representan escenas de la vida cotidiana en la ciudad desde la Edad Media. Hay muchos paisajes campestres y navales, los últimos en general de guerra, porque no parece avergonzarles su pasado conquistador. Hay escenas con músicos, familiares y grupales, en fiestas o en almuerzos, que lucen divertidos y serenos. Me sorprende que los comentarios de estos cuadros incluyan siempre una advertencia moral, como si la felicidad sensual que da la música fuese el preámbulo de la decadencia y la disipación.
Amsterdam diurna, cuadros y bicicletas.

muy linda descripción,muy ilustrativa para los que viajamos con la imaginación…las fotos muy buenas, gracias por compartir.
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