Dos largos y amplios corredores se extienden a ambos lados de la puerta de entrada, y por sus grandes ventanas entra la luz de la mañana. Allí se sentaban, ochenta años atrás, las habitantes originales de lo que hoy es una policlínica barrial. Quizás en los mismos bancos donde tejían o bordaban, hoy, en nuestra condición de pacientes, esperamos la llegada de los médicos.
En la primera mitad del siglo, una congregación católica hoy desaparecida hizo construir un refugio para señoras solas, sobrio, ascético y cómodo. Aquellas mujeres sin familia o sirvientes que las atendiesen encontraban refugio allí, y contaban, según su condición y posibilidades financieras, con una habitación propia o compartida. Los corredores eran de uso común, y desde ellos, las habitantes del lugar miraban el estrecho jardín delantero, veían pasar a los vecinos del barrio, intercambiaban noticias, se contaban sus impresiones sobre asuntos de la vida y la muerte.
Hoy somos desconocidos los que hacemos lo posible por sobrevivir a la espera. La mayoría son mujeres, todas por encima de los cincuenta años, como quienes vivían acá un siglo atrás. A diferencia de ellas, que ya se conocían, hoy hace falta romper el hielo, y el frío y la lluvia anunciados para la tarde aportan la ocasión.
Los que llegan preguntan por qué número va, y aunque desde los consultorios se llama por el nombre, la vieja costumbre del orden se impone y tranquiliza a los que deben esperar. Una mujer se marea y dice que es del campo, por eso el aire viciado de la ciudad y el movimiento del ómnibus le han hecho mal. La enfermera la lleva a un consultorio vacío y al rato vuelve, ya repuesta, no sabemos si por la coca cola o una pequeña siesta.
El peregrinaje en busca de medicamentos es constante. Se arman colas en las ventanillas de la farmacia y, luego de pagar un importe que siempre merece exclamaciones de protesta, cada cual se va con su bolsita de cajas aplanadas. Para muchos, la vida no es tal sin una buena colección de pastillas, que al llegar a casa ubicarán en cajitas de plástico con compartimientos para cada hora del día. Se vive más, sí, pero el costo es tragar diariamente una considerable dosis de químicos, para beneplácito de los dueños de las grandes compañías farmacéuticas. Por el tono de las conversaciones, me pregunto si en el pasado las enfermedades y malestares ocupaban un lugar tan importante. Parece que algunas personas viven para contar sus molestias, sean del estómago, los huesos o la piel. Las cuentan con pasión y logran ser escuchadas con atención expectante por quienes acechan una pausa donde introducir las suyas propias. El clima interno, con sus tormentas en el estómago y sus sequías en los cartílagos es mucho más interesante como tema de conversación que las amenazas generales y concretas del que sucede por fuera. El cambio climático se recibe con resignación y algún comentario sobre la pérdida de estabilidad de las estaciones. En esto también se dice que antes todo era mejor.
Llega un filósofo desgreñado, que luego de informarse sobre el consultorio en el que lo atenderán, comienza a dar sus opiniones sobre la espera y la soledad, la conducta humana y animal. Su tono es de conferencista radial, entre soberbio y campechano. Hace preguntas a los que se encuentran a uno y otro lado. Rápidamente consigue la atención de su pequeña audiencia y llega mi turno sin que pueda terminar de escuchar su lección del día.

 

2 respuestas a “Sala de espera”

  1. Me encantó Ceci!! y muy bueno lo del clima interno con las tormentas del estómagos y las sequías de los cartílogos, genial. Es triste pero con el tiempo se habla de enfermedades y no se sexo o comida y menos de literatura, política etc

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