Camino al hotel desde el aeropuerto de Santiago, atravesamos un túnel larguísimo, y para resistir la claustrofobia le comenté al conductor del taxi que nunca había visto uno igual.

  • Es el túnel más largo de América Latina- me dijo, con evidente orgullo, enfatizando el más.

Esa fue la puerta para enumerar la cantidad de cosas más grandes de la región, de Sudamérica y del mundo que hay en Santiago de Chile.  El shopping center, por ejemplo. La autopista. Las ventanas de un edificio.

Camino a un barrio elegante como Vitacura, son visibles amplias calles que se entrecruzan en distintos niveles, todas atiborradas de vehículos veloces, pocos de ellos públicos. Muchos árboles los rodean, en un esfuerzo por combatir el estado irrespirable del aire, empozado entre la cordillera y el mar. Me pregunto si el conductor orgulloso vive en un lugar así, o en otro, invisible a los turistas que circulan en el micromundo bello del capitalismo triunfante.

La ciudad que recibe al turista se ve limpia, tanto de basura como de pobres. El centro histórico tiene aún una plaza llamada de Armas, lo que resulta algo amenazador, y como está rodeada de viejos edificios cuadrados, grises y fríos, la sensación se agudiza.

El palacio de la Moneda sigue el mismo estilo siglo XVIII, con una gran explanada frontal, y el multicolor Centro Cultural en uno de sus costados es atractivo con sus líneas modernas y abiertas. En un pedestal alto hay una estatua de Salvador Allende, al que ya muchos no recuerdan.

Un grupo de inmigrantes haitianos, y otro de peruanos, comparten un sector de la plaza de Armas, pero cada uno en una zona diferente.

Curiosamente, en un momento de distracción de las autoridades encargadas de supervisar el patrimonio arquitectónico, surgió en el panorama neocolonial un monstruo también visible en otras partes de la ciudad; el infaltable rascacielos de vidrio celeste.

Esa línea arquitectónica conquistó la mayor parte del sector bancario y empresarial de la ciudad, donde según dicen, a la hora del almuerzo, cuando los empleados salen por un rato al aire libre, se oye hablar más en inglés que en español. Hay pequeñas variaciones en los edificios: unos levemente inclinados, otros más anchos que largos, pero todos, invariablemente,  de vidrio celeste y líneas rectas.

En la coqueta y extensa colección de restaurantes se hablan también otros idiomas, y el precio exigido por cada plato parece un método seguro para no recibir visitas indeseadas. Se ven personas muy prolijas y amables por todas partes, incluyendo los mozos.

Los varios parques de la ciudad, las callecitas con cafés y librerías atractivas hacen de Santiago una ciudad agradable, en contraste con el paraíso consumista del super shopping en el Parque Arauco  ( el más grande del cono sur, según el chofer).

Hay un mercado que mezcla puestos de venta de mariscos con locales gastronómicos, y el precio de la centolla, un recurso nativo, equivale a una semana del sueldo mínimo nacional. El mozo, diestro en manejar al extraño animal, confiesa su felicidad por la presidencia de Piñera. Por fin un hombre que se hace cargo de las cosas, dice, ignorando las grandes diferencias de ingreso, los monopolios, la concentración económica y demás asuntos que sin duda inquietan a otros de su clase.

Por la noche, desde el piso 16, se escuchan ruidos abajo: están construyendo un empalme para dos avenidas, y no descansan ni un minuto. Varios turnos de trabajadores se suceden, algunos bajo grandes y potentes focos que iluminan la tierra abierta. Unos cavan y otros plantan arbolitos.

La chilena Elvira Hernández ganó el premio Iberoamericano de poesía 2018.  Pienso que este nombramiento alegró a algunos y preocupó a otros. No porque la poesía, ni siquiera la suya, tenga algún impacto significativo sobre la sociedad ( aunque Bandera de Chile, escrita clandestinamente durante la dictadura de Pinochet, tuvo una repercusión muy grande en su momento). Es que Elvira Hernández es un seudónimo.  Pienso en los prolijos funcionarios, en las formales funcionarias que tuvieron relación con la parte administrativa del premio.

¿Cómo podían estar seguros de a quién pagarle el dinero asignado? ¿Qué certeza podían tener ante una persona que no tiene un documento de identidad, un grupo sanguíneo, una dirección electrónica, un celular, un trayecto habitual marcado por una tarjeta magnética, una cuenta bancaria a su nombre, una lista de galletitas preferidas? Quizás esto dio lugar a largas discusiones, a la búsqueda de opiniones legales, a documentos timbrados. Las dudas recorrieron la pulcra distancia entre los edificios de vidrio celeste, donde hay poco lugar para la poesía.

Elvira, la que está detrás de su nombre, se reiría: ella siempre desconfió de las clasificaciones, de las certificaciones. Quizás de ella podría haber dicho el chofer, la más grande poeta iberoamericana, pero no lo hizo.

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