Tanta naturaleza

Llegamos a Valizas bajo una lluvia fuerte y abundante.

Yo tenía una idea vaga de dónde se ubicaba el rancho. El mapa, que no había podido estudiar, estaba prolijamente guardado en la valija, y dadas las circunstancias, no era posible consultarlo. Tampoco teníamos el teléfono de los dueños.

Ante cada charco (es decir, salpicón), ante cada atasco de las valijas en el pedregullo mojado, él preguntaba: ¿falta mucho? ¿Estás segura de que vamos bien? Y yo no podía responder con sinceridad, porque no lo sabía.

A pesar de todo, llegamos. Cuando estábamos decididos a resistir hasta el otro día con un sobre de sopa instantánea y dos de té de hierbas- todas nuestras provisiones- salió el sol.

Este nos acompañó durante casi toda nuestra estadía, y nos permitió disfrutar de la playa tanto de mañana como de tarde. Algo inusual y maravilloso en el cambiante clima uruguayo.

Los primeros tres días fueron de reposo total: dormir el máximo, hacer el mínimo, ir y volver de la playa y ausencia total de toda actividad intelectual o creativa.

 Bajo el alero había una hamaca paraguaya, y tendida allí veía ondular las plantas del bañado, lo que era más que suficiente para cubrir mis necesidades de diversión.

Para él, sin embargo, descansar implica poner la mente en asuntos diversos a los que trata habitualmente.  Se llevó un par de cursos intensivos de inglés y el Manual de conducción defensiva.

Así fue que mi pacífico pendular en la hamaca, o mi estática contemplación del universo ( intercalados con sorbidos de mate por las mañanas) se combinaron con frases como: el peatón no siempre tiene preferencia en las esquinas, hay una fórmula para calcular la disminución del campo visual, el acompañante tendría que usar ropas claras en los viajes por carretera, y demás.

Hace ya muchos años que decidí no manejar, por lo tanto todo el conocimiento relativo a esa actividad me resulta inútil y no era necesario mucho esfuerzo para oírlo como quien oye llover.

Con el inglés las cosas fueron algo diferentes. Es cierto que tengo un dominio aceptable de ese idioma, pero también es cierto que estoy lejos de ser una experta en palabras difíciles y de poco uso como “clamps” “ astride”  “rudder” o “photoling”.

Es así que lo que comenzó con sencillas respuestas como “chair” “pencil” “fear” “stage” se convirtió en un ejercicio que obligaba a mi conciencia a bucear largamente en mi debilitada memoria para encontrar por allí alguna de las extrañas palabras que se necesitan para compenetrarse con el idioma imperial.

Demás está decir que a la mitad del curso 4, capítulo 7, coincidiendo con un precioso mediodía de sol, cuando las chicharras nos bendecían con su canto, se produjo un intercambio de opiniones respecto a lo que para cada uno representaban las vacaciones.

En éste no hubo acuerdo en ninguno de los temas tratados.

 Cariño y tolerancia permitieron, sin embargo, acordar una tregua en la cual la asistencia idiomática se limitó a una hora diaria, después de la caída del sol.

Estábamos en un lindo rancho de madera y piedra, por donde el viento circulaba libremente, así como la arena, cucarachas, arañas, hormigas, mosquitos y moscas. Algunos cascarudos caían desde el techo de paja, y las ranas intentaban colarse si dejábamos la puerta abierta por las noches. Una tarde entró una pequeña ratonera. También nos visitaba la perra de algún vecino, a la que invitábamos con algo de comida.

Esta presencia de animales- en su mayoría no domésticos-, propia de un balneario más o menos virgen como Valizas, lo inquietaba.  Con la ayuda de espirales, repelente e insecticida en spray, sobrellevó sin mayores problemas la superpoblación de insectos, pero una noche sucedió algo imprevisto.

De madrugada tuve que ir al baño, y bajé la escalera sin lentes. Alcancé a vislumbrar una forma grisácea que se escondió en el baño. Me detuve y grité pidiendo ayuda, y él, somnoliento pero con lentes, acudió de inmediato.  Debe ser una rana, dijo. Pero apenas se asomó al baño, gritó también él y cerró la puerta de un golpe.

– Es una rata.

Resolvimos dejar la puerta cerrada y esperar hasta la mañana siguiente.

A la luz del sol, trepados cada uno en una silla y armados con una escoba y un lampazo, abrimos la puerta. No había nada. Revisamos cuidadosamente el baño y no había señal de animal alguno. Se fue por donde vino, pensamos, y limpiamos y desinfectamos todo el baño, desechando papel higiénico, cepillos de dientes y jabón que habían estado expuestos al contacto de la desaparecida rata.Asunto concluido. 

Camino a la playa comprobé que era así para mí, dispuesta a aceptar sin muchos cuestionamientos los misterios de la existencia. Para una mente analítica, necesitada de explicaciones racionales sobre los acontecimientos, era todo lo contrario.

¿Por dónde habrá salido? Se preguntaba él. La puerta y la ventana del baño estaban cerradas.

¿Habrá sido por el inodoro? ¿Por alguna hendija del techo? ¿Por debajo de la puerta?

Qué importa? argumentaba yo. Lo importante es que se fue.

Sí, pero ¿Por dónde?  insistía él.

Al regreso, mientras yo cocinaba, él examinó el baño una vez más.

Volvió decepcionado. No había encontrado ningún lugar por donde el animal pudiese haber escapado.  Como para mí eso no tenía importancia, lo dejé especular sobre la elasticidad de las ratas, sobre la percepción equivocada que uno tiene cuando está medio dormido, y que tal vez hubiese sido una sombra, una víbora, y otras elucubraciones por el estilo. Pero el espíritu científico no da tregua, y a la hora de la siesta apareció la verdad.

  • La encontré, me dijo luego de cerrar tras suyo la puerta del baño.

Detrás del caño de la cisterna había un pequeño hueco entre los bloques de la pared. Allí estaba. Era una pequeña comadreja. Su blanco y tierno hocico apenas se veía, y tras él un par de ojitos negros, redondos y asustados, nos miraban fijamente. Volvimos a cerrar la puerta del baño, y a deliberar.

El racional analista tenía un corazón tierno, y la emotiva irracional, un sentido práctico.

No quiero matarla, dijo, y yo estuve de acuerdo.

Tendríamos que romper la pared del lado de afuera para permitirle salir, sugirió.

De ninguna manera, le dije-. ¿Cómo vamos a romper una pared ajena? ¿Cómo se lo explico a Jimena? (la dueña).

Intentemos conseguir el teléfono y le explicamos. Yo le hablo.

Imaginé a Jimena, con una niña de ocho años sin escuela, un niño de cuatro en el jardín de infantes, un trabajo recién estrenado, un perro y una tortuga que atender, un montón de cuentas a pagar, en Montevideo, a las cuatro y media de la tarde de un día caluroso. Todo eso me dictó la única respuesta posible: No.

El era partidario de encontrar algún método para forzar al animal a dejar su escondite y yo de optar porque el mismo se fuera por voluntad propia.

Una de sus sugerencias fue dar pequeños golpes del otro lado de la pared, pero esto fue descartado porque asustaría a la comadreja. También podía agrandarse un poco más el agujero para que ella saliera con comodidad, pero eso dependía de que en el pueblo hubiese una ferretería para poder reparar el daño en la pared.

Acordamos una solución provisoria: abrir la ventana, ubicar un tablón de modo que se pudiese trepar al mismo y escapar, y dejar a los pies de éste un tentador pedazo de manzana.

Al volver de la playa, la manzana había desaparecido y con ella, la comadreja. Afortunadamente no aparecieron otras preguntas como ¿y si se escondió en otro lugar del rancho? ¿la habrá comido otro animal? ¿Se habrá ahogado en el inodoro?

Antes de acostarnos, luego de encender los espirales y embadurnarnos de repelente, mientras sacudíamos la sábana para eliminar la arena que dificultaba el sueño, él me preguntó, con algo de timidez:

  • ¿Es necesaria tanta naturaleza?
rancho tradicional de piedra y madera
rancho tradicional de piedra y madera

Publicado por Cecilia Ríos

Esto es para compartir con mis amigos lo que veo en mis paseos. Notas una vez al mes! Gracias a todos mis lectores.

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