A las siete de la tarde ya está oscuro. El otoño no ha llegado, pero la lluvia y el coronavirus traen visiones de invierno. En la puerta me topo con dos hombres: uno lleva un traje de gala desflecado, que no sé si perteneció a un pituco de otras épocas o fue parte de un vestuario teatral. Una galera desfondada rodea su frente (¿el disfraz sería de un mago?) y unos bigotes oscuros tapan su boca. El otro es joven, lleva una camiseta rayada y un brazo extendido. Me muestra la palma de la mano: en ella hay un pequeñísimo ratón acurrucado. Lo miro con sorpresa y me pregunto si se parece al Topo Gigio o a un asqueroso bicho subterráneo. “Ay, Ay, qué asco, ¡un ratón!” remeda la frase que yo no dije, con la voz que no usé. “Vio, señora” dice el de la galera, “si fuera como dicen, que el virus ese anda en el aire, el ratón estaría muerto”. Ambos caminan a mi lado. ¿Me pedirán dinero o me tirarán el ratón encima y me pedirán dinero para sacármelo? “Es un ratón de laboratorio” dice el que lo lleva en la mano. «Ah», contesto, y vuelvo a mirar al ratoncito blancuzco, que está sospechosamente quieto. No parece de plástico. Creo que sus ojos se mueven. En la esquina nuestros caminos se separan. En la vereda de enfrente pasa alguien que promete más que yo. Le piden algo para darle de comer al ratoncito. No escucho la respuesta.
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Vemos pasar los ómnibus semivacíos. Mucha gente no ha ido a trabajar. El dueño de la verdulería está contento: “Se mueve, porque la gente tiene tiempo y cocina. Para no aburrirse y porque es más sano.”
Ha subido el precio de los limones, que suman a sus virtudes la de amortiguar la gripe. Pasan jóvenes y viejos con tapabocas celestes, y nos miran como si fuésemos radiactivos. La peluquera se ha quedado en casa, la veterinaria está aún abierta. Lo que más se nota es el silencio.
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Encuentro polillas escondidas entre las plantas, salen de los armarios, revolotean sobre la mesa. Unas golpean el vidrio, con ganas de pasar de la oscuridad a la luz. Otras vuelan por la casa como si fuera propia. Alguien dice que es la época, que en otoño hay que fumigar para exterminarlas. Temo que coman mi piano, o que le hagan un pequeño orificio capaz de destruirlo en poco tiempo. Si no fuera por el coronavirus, ¿las habría visto? ¿Habrían venido? No sé por dónde entraron. Ni cómo nacieron, adónde van, qué quieren.
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El joven dominicano que trae el pedido habla como un uruguayo. “Estamos trabajando más que…” y no le sale la palabra justa. “Antes, más que antes” lo ayudo. “Sí, más que en una situación normal.”
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“Quisiera sacar todas las uvas antes de que se pasen de maduras, y larguen ese olor que atrae a las ratas”, dice mi madre. Esta vez no será fácil. Antes lo hacía un hombre que se sentaba en la puerta del bar, que ahora está cerrado. No sabe su nombre ni tiene su teléfono.
“No quiero que se llene el patio de ratas. Es a lo único a lo que le tengo miedo”. Yo sé que no es verdad.