Un hombre extraño en la azotea, a menos que sea un obrero de la construcción, es sospechoso. Pero el que está frente a mi ventana es demasiado viejo para inspirar temor. Lleva saco, un sombrero, un bolso colgado al hombro. En eso llega otro, joven, corpulento, que lo agarra por las piernas y lo inmoviliza. “Su cómplice”, me digo. “Hizo algo mal y el otro lo controla”. Un vecino se acerca por la azotea, y surge la verdad: es un interno del hogar de ancianos, que quiso escaparse. Alguien trae una escalera. Lo convencen de bajar. Tiene un pie magullado. Había subido por un árbol hasta el techo, y luego saltó un metro en el vacío hasta la casa vecina, donde lo detuvieron. Los responsables del hogar piden disculpas por la intromisión de su paciente en las tranquilas azoteas del vecindario. “Él siempre quiere irse”, dice una vecina. Desde que comenzó la cuarentena, los viejos no pueden salir al jardín delantero, y las ventanas están siempre bajas. No sé si el señor quería volver a una casa de la que fue expulsado, buscar suerte en la de un amigo, o simplemente caminar por la calle y detenerse a descansar en una esquina. Ojalá no haya perdido la ilusión, y e intente otra vez huir, cuando su pie sane.
El vendedor ambulante comenta la situación con el kiosquero, como si fuera una novedad. “No hay fútbol por el coronovirus, no hay clases por el coronavirus. No se vende nada por el coronavirus.” No creo que esté al tanto de la situación en New York ni en Madrid, ni que lea las estadísticas de contagiados, muertos y recuperados. Sin embargo no sabe menos que nosotros: que apareció de pronto, cambió la vida cotidiana, y no sabemos cuándo pasará. Entiende que debe convivir con él y adaptarse, de alguna forma, para sobrevivir.
En el día 6 de la cuarentena, el señor hizo la cola en el supermercado con una botella de aceite y otra de whisky. Al llegar a la caja, pregunta si puede llevar dos, y se va muy feliz con su provisión de alcohol para soportar el encierro. Ayer volví a verlo: se dirigía a la góndola de bebidas alcohólicas. Quizás se lleve dos botellas más. Quizás tres.
La señora no sale de noche: es peligroso. No va al bar: es pecado. Bailar es una actividad desconocida. En verano usa camisas de manga larga. Nunca se suelta el pelo. No habla con extraños: es riesgoso. La función principal de las manos es el lavado. Jamás una caricia, un apretón, o un masaje. Los besos son algo que ocurre en los videos. Mira con reprobación a los que se juntan a charlar en la esquina. Era la típica mojigata: miedosa, conservadora, intolerante. Alguien a quien no tendríamos en el círculo de nuestras amigas. Hoy todas nos parecemos a ella.
Gracias Cecilia, por entretener nuestras tardes. Imagino tus personajes. Como el pobre viejo, todos nos queremos escapar y como la mojigata, miramos a los extraños con miedo a su proximidad.
Bueno, me voy a tomar un whisky!
Me gustaMe gusta
Gracias! Es una forma de sobrellevar estos días.
Me gustaMe gusta