La parada está vacía y casi pierdo el ómnibus, que venía en manada con otros, dispuesto a seguir de largo. La escasez de pasajeros que la “reducción de la movilidad” trajo ha cambiado la conducta de los choferes: los tres enormes vehículos disminuyen la velocidad al llegar a la parada, y me siento honrada por ese gesto de consideración. ¿Será una nueva política empresarial, atraer a los pasajeros sea como sea? ¿Frenar para contemplar al que corre, detenerse fuera de la parada para que suban los desprevenidos?
Me ubico en ventanilla y miro en el celular los últimos mensajes recibidos. Eso -mirar el celular- es algo que puedo hacer en casa, entonces dejo para después la curiosidad, el anhelo de encontrar algo interesante detrás del brillo verde de las notificaciones. Cierro el bolso y miro el paisaje. Empiezo por mis compañeros de viaje. Los tapabocas hacen que, para leer la pantalla, la cabeza deba inclinarse mucho y la mayoría de los viajeros prácticamente se sumerge en sus celulares. Uno lee un libro, otro una revista. ¿Por qué cuestionarlo? Es mejor el intercambio con los amigos, la puesta al día con las noticias o un video divertido, que la gris compañía de las calles de la Aguada y el Centro, con sus cortinas metálicas sucias, casas en ruinas con carteles de SE VENDE y bares decadentes.
Mi padre decía que después de treinta años recorriendo el barrio aún encontraba cosas nuevas, y ese es el desafío: descubrir lo que no vemos. Fijar la mirada en otra cosa, estar atentos no solo a lo invisible sino a lo visible. La filigrana blanca y negra en los tiradores de un señor mayor, la expresión soñadora del chofer, perdido en sus pensamientos, el raro peinado de una chica en shorts. Un árbol con flores anaranjadas, el arco de una ventana cerrada. Un león de cemento con la pata eternamente levantada. Veo a una mujer muy pobre dar monedas a un muchacho. ¿Será su hijo, que va a comprar algo en el almacén de la esquina, o solo alguien que pide, y ella comparte lo poco que tiene? Oigo una voz extranjera en la esquina, mientras esperamos que cambie la luz “No tengo seguridad, no tengo nada claro” dice. ¿Hablará de la seguridad social, de un sistema de alarma electrónico, o es una reflexión filosófica? Pienso en Leonor y su taller que incluye caminatas creativas por la ciudad. Tiene sentido que lo haga, en un mundo donde nadie mira más allá de un metro de distancia. Es sorprendente que no haya más accidentes; supongo que se ha desarrollado la capacidad de reaccionar ante la aparición súbita de una amenaza.
Es mediodía y la calle luce apenas poblada. La gente camina con lentitud, como desperezándose. Leo un graffitti ingenioso y oigo una cumbia que anima la espera de un cuidacoches.
En el asiento de atrás, una señora cuya cara no veo intercambia mensajes airados con alguien de su familia. Siento el sarcasmo y la rabia pero no retengo las palabras, masticadas con fuerza, que se refieren a su mundo privado. En la puerta del Palacio Legislativo hay un ómnibus del SINAE[1], rodeado de vallas amarillas. Parece difícil llegar hasta allí y de hecho, no hay ningún ser humano cerca. En las paredes que limitan la rotonda las obras multicolores de los pintores callejeros embellecen el juego de los niños. Son cuatro o cinco que se contorsionan en el cubo de metal, tan veloces que parecen ser más, una maraña de gusanitos traviesos para quienes el mundo es una aventura.
“Toda fe tiene su razón de ser” dice mi vecina de atrás, un poco más calmada. Su interlocutora le responde con un largo mensaje que no oigo, pero suena conciliador. En una de las nuevas plazas a mi derecha, leo un cartel: ESPACIO CALISTENIA. Allí los aparatos para ejercitar distintas partes del cuerpo no tienen usuarios ( quizás llegan al atardecer) y pienso qué hermosa es esa antigua palabra. Un borracho se tambalea semidormido en un banco y una pareja toma mate contra la pared. En el césped varios grupos de trabajadores comen de sus tuppers y otros duermen la siesta a la sombra de un arbusto.
Hay casas que cambiaron de color y destacan entre las demás, orondas y frescas como una adolescente que va al baile. Las que aún son grises por el hollín parecen hundirse, como si la manzana las empujase hacia adentro. “Todo converge y el universo es uno solo, así que vos y mi tía están de acuerdo al menos en un punto” dice la señora de atrás y ríe, por lo que deduzco que el altercado terminó felizmente. Hay parejas de jóvenes hurgando en los contenedores. Me bajo frente a un puesto de tapabocas y me descubro juzgando la belleza y originalidad de éstos, algo que nunca imaginé que sucedería. Anoto en mi agenda comprarme algunos nuevos: el que tengo fue elegido para un uso breve y esporádico, y ya está desflecado y con el elástico flojo. Si bajo la cabeza para leer el celular, se me cae; y es por eso que, en realidad, vi y oí estas cosas.
[1] Sistema Nacional de Emergencias


Hermoso fragmento de la realidad de hoy. A veces lo malo del momento nos ciega y no sabemos disfrutar de lo bueno que resiste y se renueva. Gracias amiga.
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