El otoño, aunque no promete, nos ofrece algunas horas de disfrute. La luz de abril es hermosa. Cuando la ciudad está semivacía, los ciclistas paseamos con menos temor por sus calles.
La bicisenda de Bulevar Artigas, una de las más antiguas de Montevideo, ahora está señalizada con líneas blancas. Advierto que en la acera norte hay flechas indicando la dirección opuesta a la que llevo. Me da pereza cruzar, y a las ocho de la mañana el tránsito de dos ruedas es inexistente, aunque hay algunos ciclistas en la calle, quizás para sentir la emoción del peligro o porque creen que la senda es para señoras. Me atrevo por la prodigiosa y decadente Burgues y el túnel de plátanos sobre mi cabeza me hace sentir en el interior de una caja, con pequeños agujeros por donde pasan los rayos de sol. Pienso en el verso que la Inteligencia Artificial creó, luego de leer millones de poemas: te entrego esta caja de luz que una vez fue un árbol. Es hermoso, pero cualquier adolescente sensible podría escribirlo, sin mayor esfuerzo informático. Con tantos poetas en el mundo, ¿es necesario demostrar que una computadora es capaz de crearla? Los programadores dicen que es difícil, y lo seguirán intentando, como cualquiera en procura de un verso memorable o una historia excepcional. Hasta que alguien les recuerde la relación costo/beneficio.
Los talleres mecánicos y demás negocios vinculados al automóvil aún no se han apropiado de todas las fantasmagóricas mansiones de Burgues, rodeadas de selva, y me alegra poder mirarlas desde sus portones atados con cadenas: un paraíso de lianas y telarañas, donde lagartijas y pájaros tienen el almuerzo asegurado. Una de ellas parece habitada: advierto un discreto sendero rodeado de anticuadas hortensias, que se pierde detrás de una palmera, y leo el cartelito en el muro: MOMENTOS. Hay otro motel, un poco más pequeño, en la vereda de enfrente. La prostitución sufrió las consecuencias de la pandemia; y sin duda el ambiente no fue el mejor para los amores clandestinos, que completan la clientela de estos lugares. Aunque también es posible que el aburrimiento de la convivencia obligada haya impulsado a muchos a trasladarse allí un par de horas a la semana, si no por pasión, al menos para dormir una siesta sin interrupciones, tener una conversación telefónica privada o hamacarse en los colchones de agua. A mis veinte años, había que esperar en un cubículo de cortinas hasta que se desocupase una pieza; entre beso y beso, escuché las conversaciones más inverosímiles. Los futuros amantes hablaban de asuntos financieros, de repuestos de autos, de leyes recién aprobadas.
Vuelvo por el mismo camino, esta vez por la senda correcta. En una esquina encuentro un grupo de jóvenes, cada uno con su celular a la altura del pecho, y pienso que están fotografiando un accidente. Al dar la vuelta veo que es una cola de media cuadra frente a una fábrica textil, con la esperanza de conseguir un puesto de trabajo.
En un semáforo, dos ciclistas profesionales lamentan la suspensión de la Vuelta.
- Ya van dos años. Lo que me da miedo es que yo nunca pueda volver a competir, dice uno.
- Nooooo, dice el otro con el más convincente de sus tonos, pero algo en su pedalear indica que tampoco está seguro.
No escucho el resto de su argumento, pero me alegra que vea esto como una catástrofe temporaria, y no como una montaña imposible de escalar en bicicleta.
Un par de señoras piadosas delibera junto a un bulto en el piso: ¿será que duerme, será que vive? Una deja una cajita de colet a su costado, la otra promete volver con algo que sobró de la cena. Ninguna dice: es un drogadicto, un borracho, un plancha, aunque no han visto su cara ni oído su voz.





gracias, muy lindo, viajé contigo…
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