Caen gotas desde los altos árboles; llega el dueño de la casa en cuya puerta me apoyo y me corro hacia la derecha, me pregunto si debo abrir el paraguas o confío en la protección del angosto alero. Miro a quienes entran al bar, confiados; a los que se sientan bajo las tenues sombrillas, con la esperanza de que la lluvia sea pasajera y no interrumpa el café ni la charla.
Esperar es creer que las cosas sucederán de la forma establecida- un té bajo techo en buena compañía -y también imaginar que no, que habrá que hallar un camino sobre las baldosas mojadas, en silencio, irse a otro lugar, vivir el desasosiego, asumir que hemos perdido el rumbo o la cabeza.
¿Cuántas maneras hay de llegar hasta el mar? El parque cercano promete el verde vital y también el frío. ¿Qué destino ignoto lleva el ómnibus gris que pasa por la esquina? ¿Será que los charcos anegarán los zapatos, que algún mármol oculto en el cemento nos hará resbalar, que el agua empañará los anteojos? Quizás haya un jardín a la vuelta de la esquina, alguien toque el violín junto a la ventana abierta o nos salude desde un balcón. ¿De qué color serán los gatos arrebujados en los pretiles? ¿Hay dinero en nuestro bolsillo para abordar un taxi, el gps nos indicará un lugar cercano donde resguardarnos, o nos atreveremos a caminar sin rumbo, sin plazo, hasta cansarnos?
En la vereda de enfrente, el cuidacoches se guarece en un alero tan exiguo como el mío. Su espera es otra: que los clientes del bar terminen su café y saquen de sus bolsillos la moneda que le corresponde.
«No pasará mucho hasta que la felicidad venga a saludarme», canta BJ Thomas, y «estas gotitas son un momento de haraganería del sol, que no hace bien su trabajo.»
En la mesa junto a la puerta del bar, una chica habla con pasión del lomito canadiense y explica sus características a tres amigas que la escuchan con el mayor interés. Me distraigo con un auto antiguo que pasa, majestuoso y frívolo. En la esquina un coro de bocinas anuncia un choque que no sucedió, y el consiguiente intercambio de acusaciones. Vuelvo a la charla de al lado, que ahora versa sobre los bizcochos: me sorprende tanto rigor sibarita, tanto entusiasmo compartido por la masticación. Me alegra comprobar que la ráfaga de contenidos de internet no impide la conversación pausada sobre detalles nimios, con los que se construyen las amistades.
Miro el reloj para decidir si es prudente irme, o preguntar.
El fin de la espera inaugura un tiempo sin medida, por un rato.


Que lindo Ceci!
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