Transitar y despedirse

Nos detenemos a la vez, cada uno al costado de su vehículo, ante el círculo rojo del semáforo.

Son apenas unos segundos: mientras acomodo el pedal de mi bicicleta él ya cruzó la avenida, inclinado detrás de su carro de supermercado lleno de bolsos, trapos y objetos difíciles de identificar. Es un hombre joven y pequeño, de zapatos destrozados, despeinado.  Su mundo personal cabe en medio metro cúbico: mantas, una cuchara, un jarro; quizás un peine y algún hallazgo vendible, dádiva del último contenedor visitado. El hombre suspira, seguramente por cansancio, pero ¿quién sabe? Yo también lo hago y no sé si es por la fatiga del pedaleo.

El recorrido del sol, ya entrada la primavera, exige un cambio de hábitos: ya no es posible eludir sus rayos sobre los ojos, aun saliendo más temprano. La plana bicisenda del tramo este/oeste de Boulevard Artigas, perfecta para un ejercicio moderado que permite apreciar el paisaje, deja de ser apropiada.

Hay que buscar otras calles pródigas en sombras, de poco tránsito; territorios inseguros, sin señales que indiquen detenerse, apurarse, seguir.  Además de la belleza de este camino – casas lindas, árboles, veredas limpias- los semáforos y señalizaciones ofrecen protección, aunque limiten los movimientos.  

Pienso que no toda nuestra existencia debería regirse por el esquema de apurarse, detenerse o seguir.  La prudencia nos iguala con el mendigo que no se lanza a cruzar la calle con el semáforo en rojo; pero ¿por qué evitar siempre el riesgo de la emoción, vivir lo desmesurado como una amenaza, calcular el límite de las palabras y las acciones como si todo el mundo fuese un territorio minado? El imperio del “no demasiado” y el concepto de equilibrio como indiferencia, marcan límites más rígidos que las tres luces de colores.

De pronto estoy de nuevo junto al habitante de la calle. Tal vez él comparte mis pensamientos y decisiones, y recorre este camino por última vez. Tiendo a pensar que su derrotero tiene que ver con los contenedores disponibles y no con el sol, aunque es posible que nos aqueje la misma tristeza por las despedidas.

Ya no volveré al paisaje familiar de los últimos meses; todo adiós, aun insignificante, trae su cuota de dolor, que avergüenza confesar.  Al cansancio se suma una desconcertante sensación de pérdida. Después de todo, no se trata de un gran amor sino apenas de una senda en medio de la vereda, con signos indescifrables a su costado y gente que camina por ella como si fuese una pasarela. Recuerdo los pensamientos que tuve mientras circulaba por aquí, las cosas que vi, la inspiración para escribir.

Otro camino, aun menos bello, puede ofrecer otras libertades, permitir otras coincidencias.Sé que habrá nuevos paisajes y me sentiré, en otras calles, tan bien como en ésta. Eso dice la razón, que como sabemos, no siempre le acierta. Es probable que vuelva si hay un domingo nublado o cuando llegue el otoño. Es probables es una manera de decir es improbable.

Miro las altísimas palmeras con nostalgia adelantada. Nos veremos cuando termine el verano, dice Julie Budd, algo que por acá no sucede en setiembre, sino en abril. Es una manera elegante de decir adiós.

smart

Publicado por Cecilia Ríos

Esto es para compartir con mis amigos lo que veo en mis paseos. Notas una vez al mes! Gracias a todos mis lectores.

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