Otoño en un lugar amigable

Un par de chiquilines delgados con gorra de visera me cuentan las vueltas que dará el ómnibus hasta su destino en la terminal Paso de la Arena; usan referencias locales que no entiendo , pero me queda claro que falta una vuelta en redondo por el barrio antes de llegar. Las indicaciones de la app de transporte son que debo caminar un par de cuadras desde allí para llegar a la clínica. No logro discernir hacia dónde ir, y a los cien metros de caminata, pregunto.

—No tengo idea, me dice una muchacha que juega con su hijo en la vereda.

El hombre del puesto de venta de acolchados me mira como esperando mi pregunta. Se dispone a contestar algo que sabe bien y parece disfrutar de hacerlo. Indica con el brazo en la dirección contraria a la que vengo, y antes de que hable, una señora que oyó mi pregunta se detiene y dice:

—Yo voy para allá, venga conmigo.

El hombre se ríe y nos acompaña unos pasos.

—Ve, hasta le consigo una guía!

Les agradezco a ambos.

  • Este es un país de gente amable—dice la señora cuando me deja en la puerta— aunque no lo parezca.

La periferia de la ciudad, para muchos, es un amontonamiento gris de casas y seres tristes y pasivos. Es que la pobreza, en general, no es colorida, en el sentido psicológico, pero sí en el real. Mochilas y camperas flúo, carteles escritos a mano en rojo y negro, y una camioneta destartalada de color verde, interrumpen la planicie gris de la avenida. La tierra aflora y nos recuerda que hasta hace poco allí era campo; seis caballos se pasean por un baldío donde el fuego se eleva y hace humo sin que nadie demuestre inquietud. Hay jóvenes que salen charlando de un liceo, carros tirados por motos endebles que cargan chapas, garrafas o sillas viejas. Un jardinero fornido intenta sacar las infinitas hojas amarillas que contaminan el césped de una empresa de seguros. Hay otros jardines, ahora salvajes, entre la calzada y la línea de casas de bloque con cortinas de tela flotando en sus umbrales. Hay cañadas y cunetas cada pocas cuadras; con naturalidad, lo abigarrado se alterna con el descampado. La gente transita con vitalidad en medio de vendedores ambulantes y negocios establecidos que intentan convencerlos de comprar “milas” de carne, pollo o jamón y queso, huevos o rabioles en grandes cantidades, camisones íntimos que se exhiben sin pudor en la vereda o contratar los servicios de los talleres de autos, motos y bicicletas. Hay prolijas colas frente a la policlínica y el banco, y puestos de flores.

Al regreso decido tomar el ómnibus de trayecto más extenso; más de una hora de paseo por barrios del oeste en busca de carteles interesantes. Solo encuentro «LAVADERO» entre paréntesis, escrito a mano en una pared, aunque parece tratarse de un lugar que lava ropa. Los pasajeros intercambian indicaciones sobre dónde conviene bajarse para ir a tal o cual lugar; el guarda aclara por dónde irá el ómnibus a causa de los desvíos por reformas en distintas calles.

No sé si la señora que me guió hace un rato dijo país por decir Uruguay, Montevideo o Paso de la Arena. Tampoco entiendo por qué ese lugar impreciso no parece amable a sus ojos. Lo que vi y oí sonó amistoso aunque no se dirigiera a mí; es como si todos siguieran el consejo de Carmen Mc Rae con el ritmo maravilloso de Dave Brubeck. Tomate cinco minutos para una pequeña charla, no corras, no seas tan educado, hablando nos sentiremos vivos.

Publicado por Cecilia Ríos

Esto es para compartir con mis amigos lo que veo en mis paseos. Notas una vez al mes! Gracias a todos mis lectores.

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