El antiguo edificio del Banco de Previsión Social, en la calle Colonia, tiene una gran explanada que se extiende frente a su puerta principal. Hace muchos años, esa explanada albergaba largas colas de ancianos que, durante varias horas cada mes, esperaban su turno para cobrar la jubilación. Muchas líneas de ómnibus pasaban por allí, a veces dando grandes rodeos para llegar desde Colón o el Paso de la Arena a la Ciudad Vieja, con el objetivo de facilitar la visita mensual al lugar de cobro de tanta gente.
La informática, la inclusión financiera y la tercerización hicieron desaparecer aquellas largas colas de gente resignada, a veces enferma, y su consecuente séquito de acompañantes y de ladrones.
El sitio se ha transformado, en parte, en una placita con juegos infantiles y unos pocos bancos largos donde almuerzan los oficinistas de los alrededores.
Una pareja discute, otra parece ultimar los detalles de una actividad importante, una chica se concentra en la lectura de las propiedades de la suma mientras come un alfajor, una señora mayor aprovecha el escaso sol y teje una pieza delicada con agujas finísimas, un policía bebe un jugo de cajita. Un señor muy serio pasea con su perro minúsculo. El vendedor de tapones para caravanas ofrece a viva voz su producto mientras camina por la cuadra, y dice a quienes le compran que su puesto, que consiste en él y su bolso con el producto, se ubica siempre a la altura de 18 de julio, pero a causa del frío ha bajado una cuadra hacia el norte. ¨Ya en setiembre me encuentran otra vez allá¨, dice, anticipando un invierno corto.
La vieja explanada se ha convertido en un lugar de reposo y juego, alegres sustitutos de la incomodidad y la espera.
No todo el espacio pasó a un democrático destino: gran parte de la explanada se transformó en rectángulos de pasto cercados, lo que permite el solaz de la mirada, y no el de otros sentidos. El viejo monumento al canillita, oficio que casi nadie recuerda, está convenientemente protegido del acercamiento, indebido o no.
Otra gran porción de la antigua sala de espera al aire libre ha sido convertida en estacionamiento para los vehículos de algunos funcionarios. Miro las rayas pintadas en el piso, manchadas de aceite y marcas de neumáticos. La comodidad de algunos afea el paisaje, como lo hace, en otros barrios, la incomodidad de muchos. Desde lejos miro ambas porciones: ocupan más o menos el mismo espacio. Ocho lugares para automóviles que no siempre están allí miden y pesan lo mismo que un espacio de juegos infantiles y descanso.
Camino con temor entre los autos que entran y los que salen, sin entender cuál es la ruta correcta. Fastidio al cuidacoches que con una mano me hace señas de apartarme y con la otra da vía libre a los conductores. Como todo estacionamiento, tiene momentos de gran quietud. Los potentes motores duermen más tiempo que los gatos. Se detienen temprano en la mañana y no vuelven a moverse hasta el fin de la jornada laboral. Miles de dólares inmovilizados e improductivos, diría un economista actual, y el ecologista estaría de acuerdo.
Me sorprendo ante el tamaño de algunos automóviles, largos, anchos y altos. ¿Qué virtudes tendrán sus dueños, proyectadas en el volumen de sus vehículos ostentosos, demasiado grandes para el estacionamiento privado, que sin vergüenza alguna rebasan por ambos lados las estrechas franjas asignadas, por algún reglamento interno, a las mayores jerarquías? ¿Será que el orgullo de la propiedad espanta la incomodidad de ser como un elefante en el bazar, cuando circulan por las antiguas y estrechas calles de Montevideo?
En la vereda de enfrente, la feria de los techitos verdes, que tantas resistencias levantó en su momento, languidece por la humedad y el frío de las recientes semanas. Las tormentas han agredido los techos de lata, y se ven piedras y trozos de ladrillo encima de algunas casillas, protegiéndolas del viento.
Hoy ha salido el sol, y los feriantes se ven contentos, recostados contra la franja luminosa, compartiendo mate y anécdotas. Mujeres reales, de pelo desarreglado y championes gastados, se sientan en sillas de plástico mientras el público pasa frente a su mercadería: calzas que se ofrecen sobre tiesos culos de utilería, que prometen lucir espléndida si pagas los pocos cientos de pesos que indican los carteles de cartón, escritos a mano. Hay también esféricos soutiens de colores estridentes, tangas sugerentes e incómodas, que anticipan noches de pasión. Jóvenes de locos peinados se ríen con la inocencia de su edad, aferrados a sus bicicletas de reparto. Un cuidacoches se da una vuelta para conversar, mientras revolea su palito de plástico rojo. Algunos liceales estudian con atención los agujeros en las piernas de los vaqueros colgados en una percha, en los que el blanco que rodea cada rotura contrasta con el azul nuevo del resto de las prendas. Quizás no adviertan que sus pantalones comprados sin uso hace un par de años lucen hoy más auténticos que los que pretenden comprar ahora, bajo protestas de progenitores más cuidadosos en el arte de cuidar la plata.
Tres amplios carros de chorizos, hamburguesas y panchos se reparten dos de las cuatro esquinas, y ofrecen un paraíso de pickles, salsas, hongos en escabeche, lechuga y tomate. Los consumidores de la zona no parecen sensibles a la nueva corriente de la comida sana, y disfrutan del chorizo cyber con todo y la hamburguesa power doble completa, lo que indica cierta actualización de las ofertas, o quizás apenas del lenguaje empleado.
Un vendedor de figuritas del mundial, un mes después de terminado el campeonato, ofrece aún su mercadería y lo que es más curioso, tiene varios clientes.
Una muchacha a cargo de un puesto de ropa para niños se queja de que las cosas no son como antes, pero me quedo sin saber si habla de economía, de moda o cambio climático.
Las líneas de ómnibus no han cambiado su recorrido, pero la zona es aún un centro comercial, y son muchos los pasajeros que bajan y suben en los alrededores. Una gran torre de apartamentos, aún sin terminar, promete nuevos clientes para los sufridos comerciantes de la humilde galería a cielo abierto.
Quizás la plaza quede chica, y alguien decida que no habrá espacio para el estacionamiento.

4 respuestas a “Cambios en la explanada”

  1. muy bueno, hace pila no paso por ahí….

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  2. Gracias, se oyen sugerencias de lugares para escribir

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  3. Muy agudas siempre tus observaciones y muy lindo siempre tu forma que ponerlo en letra. Hay algo triste en la falta de colas, me parece que era un espacio para socializar, aunque tuviera su parte incómoda

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    1. Es cierto, se conocía la gente mientras esperaba, se charlaba para matar el tiempo y eso aliviaba el plantón

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