La lluvia en la madrugada de verano es como un arrullo de frescura en el silencio, hace que los madrugadores vuelvan a sus abrigos livianos y limpia calles y fachadas. Los pájaros se esconden en los pretiles y en las casas abandonadas. Hay que caminar con cuidado por las veredas lustrosas y deducir si el viento es suficiente para destrozar un nuevo paraguas o cuántas gotas estamos dispuestos a aceptar.

Dos barrenderas han optado por mojarse y caminan entrecerrando los ojos por la peatonal Sarandí. ¿A quién se le pudo ocurrir que hoy refrescaría tanto? Quizás es extranjera, pienso: los locales conocemos el clima y sus variantes, que escapan a la mítica “uruguayez” sin sobresaltos. Un día de lluvia es un incordio para los veraneantes y un descanso para los que trabajan en la ciudad. “Lo que mata es la humedad” dice la vendedora de quesos, a quien el descenso en la temperatura trae más pérdidas que beneficios, porque los compradores no llegan. Me cuenta que tuvo un accidente a los doce años: todo terminó para mí ese día, dijo, aunque después empezó de nuevo. Un grupo de turistas brasileños salpican el paisaje con sus capas de estridentes amarillos y celestes. Un señor lamenta no ser comprendido por su banco ante una muchacha que intenta consolarlo. “Ya hice todo lo posible” “Se lo van a arreglar, seguro, tenga paciencia”. Me pregunto si las manzanas y las frutillas tendrán trazas de oro, a juzgar por sus precios. Salvo la brillante sandía, no hay frutas a precios accesibles. En lo alto de una palmera una cascada de pequeños butiás es también inaccesible. Quizás con una escalera, me comenta un chico al verme fotografiarlas. Más bien son para los pájaros, le digo, e intento recordar el sabor de esas bolitas anaranjadas que alguna vez comí. Connie Francis canta “hasta el final intenté advertírtelo, pero no escuchaste”. Después nos mojamos y lo lamentamos, como dice ella.

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